Debió ser por septiembre de 2003. O quizás era octubre.
Seguro era 2003 y seguro fue después de agosto, aún hacía calor, no del
sofocante y húmedo sino del bochornoso. Pongamos octubre. Yo tenía diecisiete
años y cursaba el primer semestre de la universidad en Tampico. Me encontraba
solo y lejos de casa por primera vez en mi vida (sin contar vacaciones o los
días que mis padres se ausentaban por algún tiempo). Todo era tan reciente que
aún tenía la inseguridad y la emoción de la completa libertad (me tomo la osadía
de una pequeña cursilería adolescente en honor a los años pasados). Libertad
que, lógico, estaba mal empleando. Nos dirigíamos al departamento de una compañera
de grupo que se encontraba a espaldas del otrora tan glorioso Estadio Tamaulipas,
hogar de la alguna vez mítica Jaiba Brava, y que ya en ese entonces mostraba los síntomas del
deterioro que habría de gobernarlo sólo unos años más tarde. Después de una
calle larga y de terracería que bordeaba el conjunto habitacional, se llegaba a
la entrada de los edificios estilo infonavit con escalera en medio y los
departamentos distribuidos a los lados. Blanca vivía en la última construcción,
de manera que había que desandar parte del camino pero ahora por dentro del
conjunto; después había que subir hasta el tercer y último piso, y torcer hasta
la primera puerta de la izquierda. Entrando estaba la sala-comedor, a un
costado la cocineta dividida por la barra del desayunador; al fondo las dos
puertas de los cuartos y perpendicular a ellas la puerta del baño. Los
lavaderos y un pequeño patiecito estaban atravesando una puerta de la cocina.
A pesar de la hora (no era ni medio día) llevábamos algunas
botellas de tequila, tres o cuatro. En lo particular el tequila nunca me ha
agradado, es demasiado caliente y dulce, pero no era momento de ponerse
exigente, máxime que el objetivo era apendejarse y para eso cualquier bebida
alcohólica se presta. Como decía, éramos siete: dos amigas, cuatro amigos y yo.
Comenzamos a beber y a platicar, nos movíamos por todo el departamento a
nuestras anchas y como hiperactivos, sin para de reír ni de hablar ni de tomar;
y era un verdadero jolgorio, como si celebráramos estar vivos y estar ahí, o el
habernos conocido tan jóvenes, o quizás era mi imaginación y eran unas simples
ganas de tomar endemoniadas. En algún punto Julio le confesaba su amor a Sara,
Reynaldo hacía piruetas en las escaleras fuera del departamento, Blanca se
miraba como estúpida en un espejo y el resto los observábamos divertidos y tomábamos. Luego Julio salió a los lavaderos
a vomitar. Blanca intentó razonar con Reynaldo sobre lo peligroso que es
mezclar escaleras con alcohol, y yo me incorporé (estábamos sentados en el
piso, la mudanza era tan reciente que aún no había sillas o siquiera cojines) y
salí a los lavaderos a echar un ojo a Julio quien había tardado demasiado y
temía se encontrara dormido. Aún estaba vomitando por lapsos y con espasmos,
como si su estómago seleccionara con precisión quirúrgica lo que habría de
desechar y lo que habría de conservar, haciéndolo lanzar estertores mezclados
de hipos y eructos. Por desgracia estaba ensuciando todo el lavadero, un
lavadero muy curioso por cierto, porque era de piedra pero contrario a la
mayoría, no tenía las muescas y ondulaciones talladas en el material sino que
tenía pegado un cristal texturizado que, supongo, servía para el mismo fin de
tallar la ropa. Lamenté la triste sorpresa que se llevaría Blanca al ver su
lavadero sucio, y creo que estaba más preocupado por eso y por evitar que Julio
siguiera recargando su cabeza sobre el vómito que por escuchar la entrecortada
historia sobre sus sentimientos hacia Sara y el rechazo recién sufrido. Luego
hubo otro lapso donde todos nos calmamos, algunos se fueron a dormir, los demás
volvimos a concentrarnos en el suelo de la sala-comedor, sentados en corro como
si en medio hubiera alguna fogata (sólo había refrescos y algunas frituras) o
como si estuviéramos en algún ritual de iniciación o en un aquelarre o como si
fuéramos a ponernos a rezar de repente. Puede que haya sido una especie de
defensa, de pequeño fuerte circular, defendido por nuestros cuerpos y por lo
que nos ligaba los unos a los otros, que en ese tiempo aún no era amistad sino
más bien compañerismo; ese compañerismo básico de saber que nos necesitaríamos
para lo que se avecinaba y que al final del todo no habría nadie a nuestro lado
más que nosotros mismos. Creo que platicamos sobre nuestras vidas, sobre todos
los sucesos que nos llevaron hasta ahí. Luego, como sucede cuando se habla del
pasado, empezamos a platicar del futuro y de lo que queríamos, porque nuestros
deseos aún tenían mucho sentido en aquél año: ignorábamos lo desviado que
nuestro camino sería y lo caprichoso que puede ser el tiempo a la hora de
repartir destinos. Después comenzó a entrar la penumbra con ese naranja de sol
que pierde poder, pero que en Tampico (y nunca he podido explicarlo bien)
pareciera seguir amarillo, es decir, como si el sol de mediodía se estuviera
ocultando y no el sol abatido del atardecer. Sólo Tampico tiene esos
atardeceres naranjas por color y amarillos por alma. Como sea, para ese momento
el círculo estaba roto o más bien ya no era un círculo, los refrescos y las
frituras seguían siendo el centro alrededor del que orbitábamos pero ya algunos
estaban acostados, otros se recargaban en las piernas del de al lado, y estábamos
todos hacinados como en una orgía asexual, dándonos fuerza con la cercanía
física o dándonos valor o un poco de las dos. Entonces David nos contó una
historia. Una suerte de cuento y confesión.
Nos dijo, para prepararnos o para captar nuestra atención,
que era gay. Más que asombro, y mi asombro hubiera estado justificado pues
David era más masculino que la mayoría de los compañeros (yo incluido), creo
que agradecí en silencio que Blanca estuviera dormida en uno de los cuartos: se
suponía que eran novios, y por lo que intuía ella estaba enamorada. Él nunca lo
estuvo pero pensé que buscaba diversión (el cuerpo de Blanca era estupendo).
Pero no, no era diversión, era una pantalla que necesitaba sostener. Contó que
su padre era muy autoritario y duro, masculino como los combatientes de la
Revolución (pensé objetar que en la Revolución seguramente también pelearon
homosexuales, pero mi observación no tenía caso) y que durante años David había
tenido que fingir ser ultra macho llevando una vida de putería a dos vías: con
mujeres de día, con hombres de noche. Nos dijo que su ciudad natal, grande y
con industria, era una suerte de Sodoma y Gomorra mexicana (y aquí yo pensé
decir que en la República Mexicana sólo dos o tres ciudades podían darse el
lujo de no ser emulaciones de Sodoma y Gomorra, no siendo Tampico una de ellas,
dicho sea de paso, pero tampoco lo juzgué conveniente) de manera que había
suficientes antros y lugares de encuentros nocturnos de ambiente gay. Se podía
llevar toda una vida de anonimato rosa porque el tabú compartido del
homosexualismo transformaba a los participantes de sus correrías nocturnas en una
suerte de cómplices de lo prohibido, como si lo que hicieran fuera una
travesura y la sodomía fuera una protesta burlona contra el sistema y la gente
y la vida misma; como si se vengaran del rechazo y la presión, y celebraran su
preconcebida maldición diurna con la liberación y el placer nocturno, y qué se
le va a hacer. Entonces, una de esas noches de correrías, se encontró en un
antro con otro hombre joven y guapo (yo, pueblerino hasta la médula, sentía las
cosquillas de la pena cuando David describía con amor y gusto a un varón) con
quien comenzó a platicar y decidieron salir del lugar porque, dijo, una cosa
siempre lleva a la otra. No precisó cómo es que una cosa llevaba a la otra,
aunque debo admitir que tenía curiosidad sobre cómo ligaban los homosexuales.
En honor a la verdad, tampoco sabía cómo ligaban los heterosexuales. Como
fuera, con el paso de los años aumentó la confianza y pudo aclararme muchas
dudas, ninguna de ellas útiles para mí en un sentido práctico, pero tranquilizadoras
para mi excesivo morbo. Al final (con triste ironía) supe con más claridad cómo
se liga a una persona del mismo sexo que a una del sexo contrario.
El asunto es que salieron por una puerta trasera (no por
preocupación sino para añadirle suspense
al asunto) y llegaron a un lote baldío cercado por malla. La pasión (¡Ah! Otro
de mis romanticismos adolescentes) los condujo a un rincón, el más oscuro y
apartado, donde se pusieron de acuerdo para sostener coito. O quizás no se
pusieron de acuerdo y sólo dejaron que la pasión (romántico empedernido que
soy) los guiara en el jueguito amoroso. A David, debo reconocer, lo guió mal.
Comenzó a darle sexo oral a su compañero (que sólo conocía por nombre, nombre
que yo he olvidado) y en el batallar de la saliva y el líquido seminal, fue
grabado con un celular o con una cámara, no recuerdo bien, puede que fuera la
segunda, en ese tiempo los celulares con cámara no eran tan comunes. ¿No lo
notó? ¿Le pareció excitante? Ni idea. Dice que del pene (de su compañero) a la
cara (de su compañero) había suficiente distancia para que la penumbra impidiera
ver. Sabrá Dios. Pero eso fue lo que pasó aquélla noche, en aquél lote baldío, en algún punto del inicio
de siglo. No hubo nada más, ni besos ni caricias, supongo que ni palabras, o
quizás sí, las básicas. Luego la doble vida transcurrió normal. Bueno, lo que
se entiende como normalidad para una doble vida. Hasta el día que David recibió
una llamada anónima (y aquí sí es seguro que a su celular) donde un hombre lo
instaba a revisar su correo, cosa que hizo con presteza y sólo para encontrar
el (terrible) video de la felación. Después volvió a recibir otra llamada y fue
chantajeado: o soltaba dinero o harían llegar la grabación a sus padres. Qué
extrañas formas de chingar encuentra la gente. El resto fue su caída a la
desesperación y el temor. Intentó juntar el dinero, pero era a todas luces
imposible, intentó negociar, intentó rogar. Al final del lapso se cumplió la
amenaza. Su madre, mexicana abnegada como dios manda, sólo lloró y lloró. Su
padre le fracturó algunas costillas (dos) y le desvió el tabique nasal. Después
lo corrió del hogar mandándolo a Tampico, a seis horas del lecho paterno,
escondiéndolo de sus amistades y familiares (del padre) y de sus amantes (de
David) con el deseo de evitarle (evitarse) la burla y el escarnio. Ahora el video lo había vuelto una celebridad
local gay y lo había venido a refundir a una ciudad traicionera y violenta.
Todo por una felación. Y esa fue la
historia.
Creo que expresamos nuestras más sinceras condolencias, o el
símil que se hace en esos casos: no te preocupes, es lo mejor, estarás bien. No
recuerdo. No importa. En realidad no importa.
Luego me fui o nos fuimos o me fui con algunos otros. Llegué
a casa y mi mente estaba despejada, ya no sentía el alcohol flotar como nube
por el cerebro, ni el cuerpo aletargado ni el tiempo lento. En aquélla época yo
rentaba un cuarto atrás de la central de autobuses. En realidad era toda la
planta superior de una casa cualquiera, pero cada recámara se rentaba por
separado de forma que había que compartir la sala, el baño y la cocina con
otros dos inquilinos que, en ese entonces, no existían. Mi cuarto daba a la
calle trasera, empolvada y sin pavimento, y a una lámpara del alumbrado público
que en las noches resultaba incómoda para dormir.
Recuerdo que llegué y me senté en la cama mirando por la
venta (que, como dije, daba la calle y a
la farola), observando los edificios lejanos y el sol terminando de ocultarse.
Era extraño. Estaba casi oscuro pero aún había un poco de luz, sólo un poco,
como un cerillo a punto de apagarse, como si el ocaso hubiera durado una
eternidad y el sol se negara a morir en paz y a darle paso a la noche. Y de
repente sentí pánico. Mucho pánico. De golpe, en el pecho; como si fuera un
moderno Giles Corey cargando las piedras que habrían de llevarme a la muerte.
Fue tan fuerte y repentino que comencé a jadear y me doble sobre mi estómago. Y
por dentro, abriéndose paso poco a poco, como una semilla oscura que germina
del alma, sentí miedo. Un miedo visceral, violento. Sentí su dureza en el
pecho, su sequedad y amargura en la boca, y su frío en la punta de los dedos.
Estaba ahí, era real. Supe que iba a morir pronto, tuve la certeza de que iba a
morir pronto. Fue como saber que la noche se acercaba con todas sus tormentas y
con todo su poderío y con toda su oscuridad y que yo no estaba preparado para
eso. Pensé en todos mis amigos, en mi casa lejana, en mis padres. Pensé que
este atardecer era el último de algo, pero no sabía de qué. De algo perdido, de
algo irrecuperable e irremplazable. Comprendí que ese miedo jamás me soltaría,
que sería mi compañero por siempre y que tendría que vivir con él, como si
estuviera adherido a mis huesos o como si fuera una mancha de tinta negra en el
centro de mi corazón esperando el momento para extenderse por mis venas y dominarme
y dominarlo todo. Pensé en todos nosotros, muchachos extraviados en la
oscuridad, huérfanos de hogar, caminantes nocturnos sin rumbo, vagando por las
calles de una ciudad hostil como la vida, encontrando a nuestros amigos bajo
las lámparas en las esquinas, intercambiando sonrisas, sentimientos, pero condenados
a alejarnos en la penumbra por los
siglos de los siglos para cumplir así con una maldición lanzada mucho antes del
nacimiento del primer hombre y que corrompería a la humanidad entera hasta su
misma destrucción. Y desee con todas mis fuerzas que encontráramos un hogar,
que halláramos el camino a casa, que todo estuviera bien. Creo que recé, o
lloré, o las dos…
Luego… luego puse música y prendí un cigarrillo y terminé de
ver el anochecer. Dejé de sentir miedo y algo había cambiado pero no supe qué. ¿Cómo
podría saberlo? Sentado en la oscuridad, fumando y escuchando a Real de Catorce
(un disco, digamos, mediocre). Y así acabó aquél día perdido entre todos los
que llenaron mi primer año fuera de casa. Asomaron las estrellas, la ciudad subsistía
alimentada con luces amarillas, rojas y blancas. Una ciudad que no dormía, que
nunca dormiría. Yo sí dormí. Fue un descanso intranquilo. Puede que haya soñado.
Puede que no. Ha pasado tanto tiempo…
bplg.