Cuando yo
iba a la primaria también existía el bullying aunque en aquéllos tiempos no
existía una palabra para definirlo. Siempre había alguien abusando de alguien y
muchas veces los recreos parecían tierra de nadie. Hay quienes dicen que el
problema se ha agudizado, y quizás así sea. Pero estoy seguro de que, justo
como en mis días de estudiante, quienes lo padecen más son las minorías.
Yo asistí
toda la educación primaria a una escuela de gobierno donde convergían niños de
estratos más o menos variados: la elección de la escuela respondía más a una
cuestión de ubicación geográfica que a una cuestión económica. Habíamos de
todo: niños altos, chaparros, güeros, morenos, gordos, flacos, con lentes, sin
lentes, sanos, enfermos, limpios, sucios. Habíamos hijos de enfermeras, de
militares, de mecánicos, de empleadas domésticas, de maestros y etcétera.
Éramos un collage muy extraño. Y a cualquier hora había niños peleándose,
peleándose por la comida, peleándose por los juegos, peleándose los útiles,
peleándose los libros. Pero había también niños que no peleaban con nadie
porque en realidad no eran parte del grupo. Nadie peleaba con ellos porque
pelear con ellos era una forma de relacionarse y la única manera en que se
relacionaban con aquéllos niños era a través del rechazo y la burla.
Yo no sé la
tendencia a segregar sea algo que heredamos o que aprendemos a lo largo de la
vida. Quizás haya un poco de las dos. Pero he visto sus consecuencias y
entiendo hasta qué punto es devastador sufrir el rechazo de la mayoría. He
visto afeminados, homosexuales, gordos, miopes, lisiados, todos separados y a
la vez rodeados de personas. Todos solos y diferentes. Y he visto las formas de
escape que tienen, los pasatiempos en los que se refugian, las formas de
defensa que adoptan, el blindaje que se crean contra las burlas. Es fácil reconocer
a quien ha sufrido rechazo.
Creo que en
cualquier persona el racismo es inadmisible, pero en los padres es
imperdonable. Quizás sea muy difícil cambiar nuestra naturaleza, pero lo que se
enseña con el ejemplo es igual de importante. El homosexualismo, por ejemplo, o
el afeminamiento, son características demasiado sexuales y complejas como para
que un niño haga burla de ellas. Cualquier niño puede notar lo diferente que es
un niño afeminado, de igual forma que nota lo distinto que es un niño albino o
un niño con labio leporino, pero burlarse de dicha condición es algo que se
debe a los adultos en su totalidad.
Y ese es el
problema, que el rechazo crece junto con el niño y se crea toda una serie de
ideas y pensamientos para fomentar la burla y la separación. Además, quien se
burla es objeto de ensalzamiento por el resto del grupo. De repente está bien
burlarse: es bien visto burlarse, es aceptable burlarse y es popular burlarse.
Y en el colmo de la ironía, quienes se burlan pretenden no hacer daño a quienes
son objetos de su burla. La segregación se ha arraigado en nosotros de tal
manera que es muy difícil darse cuenta cuando uno lastima a otra persona por
ser distinta. No es tan extraño pensar que quizás estemos haciendo algún daño
que preferimos pensar que no es nuestra culpa, que es culpa de los demás por
ser distintos, y también preferimos encarnizar la burla como si exagerándola o
haciéndola más notable dejara de hacernos ver como malas personas o dejara de
hacer sentir mal a los demás.
Y no
entendemos la naturaleza desgarradora de la burla hasta que descubrimos que
todos en algún momento de la vida, por diversas razones, vamos a ser distintos,
al menos un rato. Y cuando suceda vamos a sufrir el rechazo y vamos a
recolectar un poco del fruto de aquello con lo que nacimos, que los adultos
fomentaron y que nosotros hemos continuado. Y entonces, sólo entonces,
entendemos.