domingo, 12 de agosto de 2012

Las calles de México.


La ciudad de México y yo tenemos una historia accidentada. He sido su visitante desde pequeño. La he visitado en viajes relámpagos y también he ido por meses; pero nunca he residido en ella. De niño la ciudad me imponía y me atemorizaba. Más tarde descubrí las ventajas de una ciudad que lo tiene todo, quizás cuando ya no podía disfrutarlas. Debió ser en el viaje del dos mil seis, cuando mi entonces novia y yo solíamos dar largas caminatas por la avenida Reforma.

Nunca he sido muy bueno para ubicarme por las calles, estaciones del metro o puntos principales del DF, ni para calcular sus distancias ni sus tiempos; la avenida Reforma era para mi un camino sin principio ni final, un continuo aparador de edificios, personas y autos; y por las noches un festín de luces y frío. Caminando de la mano de Claudia descubrí las calles de México, y les tomé gusto.

El siguiente descubrimiento fueron las calles peatonales del centro histórico, que encontré aún más tarde. Fueron varias noches de caminar con amigos entrando y saliendo de bares, platicando, fumando y riendo. Conocimos lo inverosímil y lo bizarro, fuimos testigos de muchas incoherencias. Nos perdíamos entre las multitudes de jóvenes que se acumulaban en los locales para cobijarse de la oscuridad y el frío. En esas calles descubrí todo lo que se agazapa en la noche de una ciudad sobrepoblada. Y también le tomé gusto.

El asunto es que la avenida Reforma y el centro histórico sólo tienen magia de noche. En el día son nada, sólo vías para transitar, para llegar a un lugar. Son caminos odiosos, pesados y muertos. No tienen alma. Su vida llega con la oscuridad, cuando la luz artificial inunda Reforma. Se transforma en una vía eterna de colores, rodeada de calles oscuras, y creo que ese es el punto: uno sabe por dónde caminar, no hay peligro, sólo se debe seguir la luz y es como tomar el camino correcto. Se puede andar por Reforma mientras se mira las calles perpendiculares y paralelas, todas en penumbra, y pensar que se está librando de un mal, que se ha evitado un peligro y que mientras la luz sea la guía todo estará bien.

En cambio, el centro histórico es mágico por su silencio y su oscuridad. Primero no lo comprendía. Había algo atrayente y triste en esas calles. Se podía caminar por ellas un tiempo, sólo un tiempo, antes de que la tristeza te inundara y tuvieras que entrar a un bar o a un restaurante, únicos oasis de luz y vida a esas horas. El secreto estaba, como dije, en el silencio y en la oscuridad. No son vías iluminadas, y no pasan autos por ellas. Te topas con un camino en el que hay nada mas que viento y frío, y quizás algunos esporádicos murmullos lejanos o música de algún bar. Puedes caminar por el centro histórico y te descubrirás deseando toparte con alguien, quien sea, una pareja perdida, un grupo de amigos ebrios, cualquier persona. O tus pasos te guiarán sin opción a la luz de los locales, donde se congregan más semejantes, y buscarás la protección primaria de la manada. Después de un rato, habiendo probado la tragedia de las personas, saldrás a la calle a vagar hasta que sea tiempo de buscar otro oasis.

jueves, 9 de agosto de 2012

La adolescencia que no termina.


No es una derrota. La batalla me asalta a cada paso que doy. El enemigo me mira a los ojos, pero mi alma se ha quebrado ya. 

Estoy cansado. Cansado del deseo que no acaba, de tu indiferencia, de mis celos, de tus colores, del arcoíris que enarbolas como bandera para los combates que nunca libras conmigo. Cansancio de dios, del pecado, de la maldad, de la rutina. De la mala música, de las pláticas insípidas, de la educación, de la gente y de todo lo que está vivo. De la violencia y del sexo; y del sexo violento. De la esperanza que no abandona, de la luz y de la oscuridad. De la hipocresía, de la honestidad, del humor negro, del destino, del humor cruel del karma, de defender lo indefendible, de ver triunfar lo increíble. De la falta de asombro, de la falta de imaginación. De sonreír, de aguantar, de pelear, de levantarme. Del paso de los días y los años. Del día, de la noche, de este miedo que consume, que germina en el centro del pecho, que recorre las venas como si fuera la tinta más oscura. De este baile ridículo que no quiero bailar, de los protocolos y las reglas. Del humo. Del dinero y de su carencia. De mi hipocresía. De todo lo que tengo que decir cuando no quiero decir nada, de todo lo que no digo cuando quiero decirlo todo. De engañarte cuando las cosas no tienen remedio, porque nunca lo tienen. Del ruido y de la lluvia y del calor. De caer al frío, y del frío, y de este hielo que bombea eso que ya no debe bombear. De fingir que me importa lo que no me importa, de esconderme preocupado por lo que merece preocuparse. De que no me escuches, de que no me entiendas, porque a veces ni yo me entiendo. De lo que cuenta, de que ignoren lo que cuenta. Del sonido, del silencio, de la lluvia y de que todos los caminos nos conduzcan a la muerte, y de la muerte, cansado de tanta muerte…

Pero sobretodo, de esta adolescencia que no termina.