No es una derrota. La batalla me asalta a cada paso que doy.
El enemigo me mira a los ojos, pero mi alma se ha quebrado ya.
Estoy cansado. Cansado
del deseo que no acaba, de tu indiferencia, de mis celos, de tus colores, del arcoíris
que enarbolas como bandera para los combates que nunca libras conmigo.
Cansancio de dios, del pecado, de la maldad, de la rutina. De la mala música,
de las pláticas insípidas, de la educación, de la gente y de todo lo que está
vivo. De la violencia y del sexo; y del sexo violento. De la esperanza que no
abandona, de la luz y de la oscuridad. De la hipocresía, de la honestidad, del
humor negro, del destino, del humor cruel del karma, de defender lo
indefendible, de ver triunfar lo increíble. De la falta de asombro, de la falta
de imaginación. De sonreír, de aguantar, de pelear, de levantarme. Del paso de
los días y los años. Del día, de la noche, de este miedo que consume, que
germina en el centro del pecho, que recorre las venas como si fuera la tinta
más oscura. De este baile ridículo que no quiero bailar, de los protocolos y
las reglas. Del humo. Del dinero y de su carencia. De mi hipocresía. De todo lo
que tengo que decir cuando no quiero decir nada, de todo lo que no digo cuando
quiero decirlo todo. De engañarte cuando las cosas no tienen remedio, porque
nunca lo tienen. Del ruido y de la lluvia y del calor. De caer al frío, y del
frío, y de este hielo que bombea eso que ya no debe bombear. De fingir que me
importa lo que no me importa, de esconderme preocupado por lo que merece
preocuparse. De que no me escuches, de que no me entiendas, porque a veces ni
yo me entiendo. De lo que cuenta, de que ignoren lo que cuenta. Del sonido, del
silencio, de la lluvia y de que todos los caminos nos conduzcan a la muerte, y
de la muerte, cansado de tanta muerte…
Pero sobretodo, de esta adolescencia que
no termina.
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