Aclaro que cuando digo candidato me refiero al del Nobel de literatura. Porque el resto de los premios, a los simples mortales, no nos interesa gran cosa. La culpa es de la academia Sueca por premiar aportaciones tan extrañas como el “desarrollo de la microscopía de fluorescencia de alta resolución”, que quién sabe qué sea pero suena a que se salvaron muchas vidas. En cambio, en el terreno de la literatura, cualquiera (o casi cualquiera) puede agarrar el librito del mentado autor y emitir juicios de valor como si de telenovela se tratara.
El asunto es que nadie sabe cómo se nominan los candidatos, ni mucho menos cómo eligen al ganador, de forma que cuando anuncian a los galardonados, las quejas y mentadas son lo primero que se escucha . Por supuesto, nosotros los cibernautas no contribuimos en nada con el premio y me resulta evidente que en esas circunstancias a la academia Sueca le vengan valiendo pepino nuestras más sentidas quejas, y que año con año hagan lo que les pega su reverenda gana. Y la verdad es que el hecho no me parece reprobable, ni creo que le quite credibilidad o validez al premio. Después de todo, que cada quien decida en qué se gasta su dinero.
Otra parte de la revuelta que genera el Nobel es la idea errónea de que se otorga el premio al mejor escritor del mundo. Si dieciocho tipos se juntan a elegir al mejor escritor del mundo, es lógico que el resultado sea el mejor escritor del mundo para esos dieciocho tipos. Y ni siquiera para ellos, si creemos a la academia Sueca cuando afirma que jamás han tenido un ganador por votación unánime. Aun así, año con año la controversia surge, se consuman decepciones, se barajan nombres y títulos, y se jura venganza en nombre de Las Letras . Muchas cuentas de Twitter , por ejemplo, sólo tienen su razón de ser en que Haruki Murakami reciba el premio Nobel. Una vez logrado el objetivo, sospecho que mucha gente abandonará sus computadoras y se reincorporará a la vida cotidiana.
Nada nos gustaría más a los fans que ver a nuestros ídolos del entretenimiento reconocidos, encumbrados y premiados, y que se nos reconociera nuestro gusto como el mejor y el correcto, pero nada de eso va a pasar, vaya, ni siquiera existe. Sea el premio que sea, jamás estaremos contentos con los resultados y está de más cualquier comentario que tengamos al respecto. Esto es así, y así continuara hasta que los premios se otorguen a través de una consulta ciudadana, posibilidad que en estos tiempos no parece tan bizarra... Pero jamás, en lo que me resta de vida, podré perdonar a la Academia, que en 1998 decidió dar el Óscar a la mejor película a Shakespeare Enamorado (Shakespeare in Love, John Madden, 1998), y no a Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998) o a la Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, Terrence Malick, 1998). Esos tipos sólo reafirmaron lo que todos sabíamos: su gusto en cine es peor que el gusto musical de los reguetoneros, y que hay academias y jurados que no deberían tener dinero ni derecho a galardonar sus malos gustos.