jueves, 27 de noviembre de 2014

Premios Nóbel

Las redes sociales se convierten en un hervidero de chismes, dimes y diretes por cualquier tema: que si Juan Gabriel se cayó en concierto, que si el discapacitado salió en el concurso de baile, que si Peña Nieto ya la regó otra vez, que si la actriz de moda no se sabe las capitales de los estados de la república , que si un rico maltrato a un pobre, que si esto, que si el otro, comentarios por aquí, memes por allá, chismes, quejas, opiniones, llamados al pacifismo y la civilidad, etcétera . De entre toda la maraña de asuntos opinables, el Nobel no podía ser la excepción, y como ocurre  todos los años, unos días antes del anuncio de los ganadores, las redes sociales se volvieron campo de batalla para los fanáticos de uno u otro candidato.

Aclaro  que cuando digo candidato me refiero al del Nobel de literatura. Porque el resto de los premios, a los simples mortales, no nos interesa  gran cosa. La culpa es de la academia Sueca por premiar aportaciones tan extrañas como el “desarrollo de la microscopía de fluorescencia de alta resolución”, que quién sabe qué sea pero suena a que se salvaron muchas vidas. En cambio, en el terreno de la literatura, cualquiera (o casi cualquiera) puede agarrar el librito del mentado autor y emitir juicios de valor como si de telenovela se tratara.

El asunto es que nadie sabe cómo se nominan los candidatos, ni mucho menos cómo eligen al ganador, de forma que cuando anuncian a los galardonados, las quejas y mentadas son lo primero que se escucha . Por supuesto, nosotros los cibernautas no contribuimos en nada con el premio y me resulta evidente  que en esas circunstancias a la academia Sueca le vengan valiendo pepino nuestras más sentidas quejas, y que año con año hagan lo que les pega su reverenda gana. Y la verdad es que el hecho no me parece reprobable, ni creo que le quite credibilidad o validez al premio. Después de todo, que cada quien decida en qué se gasta su dinero.

Otra parte de  la revuelta que genera el Nobel es la idea errónea de que se otorga el premio al mejor escritor del mundo. Si dieciocho tipos se juntan a elegir al mejor escritor del mundo, es lógico que el resultado sea el mejor escritor del mundo para esos dieciocho tipos. Y ni siquiera para ellos, si creemos a la academia Sueca cuando afirma que jamás han tenido un ganador por votación unánime. Aun así, año con año la controversia surge, se consuman decepciones, se barajan nombres y títulos, y se jura venganza en nombre de Las Letras . Muchas cuentas de Twitter , por ejemplo, sólo tienen su razón de ser en que Haruki Murakami reciba el premio Nobel. Una vez logrado el objetivo, sospecho que mucha gente abandonará sus computadoras y se reincorporará a la vida cotidiana.

Nada nos gustaría más a los fans  que ver a nuestros ídolos del entretenimiento reconocidos, encumbrados y premiados, y que se nos reconociera nuestro gusto como el mejor y el correcto, pero nada de eso va a pasar, vaya, ni siquiera existe. Sea el premio que sea, jamás estaremos contentos con los resultados y está de más cualquier comentario que tengamos al respecto. Esto es así, y así continuara hasta que los premios se otorguen a través de una consulta ciudadana, posibilidad que en estos tiempos no parece tan bizarra... Pero jamás, en lo que me resta de vida, podré perdonar a la Academia, que en 1998 decidió dar el Óscar a la mejor película a Shakespeare Enamorado (Shakespeare in Love, John Madden, 1998), y no a Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998) o a la Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, Terrence Malick, 1998). Esos tipos sólo reafirmaron lo que todos sabíamos: su gusto en cine es peor que el gusto musical de los reguetoneros, y que hay academias y jurados que no deberían tener dinero ni derecho a galardonar sus malos gustos.

El Estado fallido...

La prensa internacional menciona la situación de México con mucha precaución. Trata los problemas del país como algo terrible pero pasajero, cuidándose de señalar siempre que los mexicanos somos gente muy linda y asegurando que al final, sin duda, las fuerzas del Bien lograrán triunfar. El presidente de Uruguay, el señor Mujica, en un arranque de honestidad, compartió una visión más realista y mexicana de nuestros problemas. Llamó a México un estado fallido y luego se retractó por cuestiones diplomáticas.

El señor Mujica, famoso por sus controversiales declaraciones, publicó un comunicado donde dice que el México no puede ser un fracaso dadas nuestras raíces precolombinas y nuestro “capital político”. No entiendo muy bien por qué ser precolombino es razón para ser un estado exitoso; tampoco sé qué significa eso de “capital político”. A lo mejor el señor Mujica se estaba burlando de nosotros. Lo que me queda claro es que el gobierno mexicano anda muy sensible.

Decir que México es un estado fallido puede ser apenas exagerado. Pero cuando vemos otros estados sólidos, benéficos y sustentables, nos damos cuenta de que México dista mucho de tener uno siquiera similar. Hace años que nuestras instituciones perdieron toda credibilidad, y están a punto de perder cualquier rastro de respeto que se les tenga. Por mucho que se incomode el gobierno, el estado ya no puede garantizar nuestros derechos. No sé si eso sea un “estado fallido” pero si el gobierno gusta podríamos concederles el uso de un término políticamente correcto como “estado semifallido” o “estado en vías de fallar”.

El presidente Mujica tiene razón, la corrupción nos rebasó. El crimen organizado se volvió el Estado y ahora no hay ninguna institución capaz de garantizar nuestra seguridad. Los mexicanos estamos conscientes de que los grupos de delincuencia organizada o el gobierno pueden venir a capricho y despojarnos de nuestro patrimonio, de nuestra libertad o de nuestra vida, y que no hay nada ni nadie que los detenga ni mucho menos que imparta justicia. Sabemos que si caemos en sus manos no tendremos ni una sola oportunidad. Llevamos años viviendo así, y del miedo hemos pasando a la ira.

Hemos visto a nuestros representantes despacharse con la cuchara grande durante años, engordando sus billeteras y dejando para el pueblo menos que las sobras, los hemos visto engañarnos, burlarse, tolerar y cometer actos de corrupción y actos de sangre tan crueles y sádicos que perdimos ya la capacidad de asombro. Los videos del estado islámico donde decapitan prisioneros extranjeros nos dejan como si nada. Para nosotros es lo normal, habituados como estamos a ver peores formas de morir. Eso es lo que le pasa a México. Que ya no estamos indignados y ofendidos, estamos encabronadísimos. El Estado se precipita al peor de los fracasos y no es una exageración pesimista de los mexicanos: es que hemos tenido que soportar al gobierno y a la delincuencia todos los días, los hemos visto operar y conocemos el rumbo que están tomando los acontecimientos.


La mayoría de la prensa extranjera llama a Ayotzinapa “el mayor reto” al que se ha enfrentado el gobierno mexicano. Pero esto sólo demuestra un desconocimiento de la situación. Hace ver como si los problemas no fueran la impunidad, la corrupción, el asesinato, el crimen organizado, sino el hecho de que los mexicanos presionen al gobierno en una ola de indignación y resentimiento. Ayotzinapa no es ni la más cruenta ni la mayor de las infamias que hemos soportado, pero es la que derramó el vaso. La reacción del pueblo por los estudiantes desaparecidos tampoco es el “mayor reto” del gobierno. Su mayor reto lleva años gestándose, y Ayotzinapa es sólo un síntoma entre otros tantos que evidencian lo ineludible: el estado mexicano ha fallado.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Sobre la segregación

Cuando yo iba a la primaria también existía el bullying aunque en aquéllos tiempos no existía una palabra para definirlo. Siempre había alguien abusando de alguien y muchas veces los recreos parecían tierra de nadie. Hay quienes dicen que el problema se ha agudizado, y quizás así sea. Pero estoy seguro de que, justo como en mis días de estudiante, quienes lo padecen más son las minorías.

Yo asistí toda la educación primaria a una escuela de gobierno donde convergían niños de estratos más o menos variados: la elección de la escuela respondía más a una cuestión de ubicación geográfica que a una cuestión económica. Habíamos de todo: niños altos, chaparros, güeros, morenos, gordos, flacos, con lentes, sin lentes, sanos, enfermos, limpios, sucios. Habíamos hijos de enfermeras, de militares, de mecánicos, de empleadas domésticas, de maestros y etcétera. Éramos un collage muy extraño. Y a cualquier hora había niños peleándose, peleándose por la comida, peleándose por los juegos, peleándose los útiles, peleándose los libros. Pero había también niños que no peleaban con nadie porque en realidad no eran parte del grupo. Nadie peleaba con ellos porque pelear con ellos era una forma de relacionarse y la única manera en que se relacionaban con aquéllos niños era a través del rechazo y la burla.

Yo no sé la tendencia a segregar sea algo que heredamos o que aprendemos a lo largo de la vida. Quizás haya un poco de las dos. Pero he visto sus consecuencias y entiendo hasta qué punto es devastador sufrir el rechazo de la mayoría. He visto afeminados, homosexuales, gordos, miopes, lisiados, todos separados y a la vez rodeados de personas. Todos solos y diferentes. Y he visto las formas de escape que tienen, los pasatiempos en los que se refugian, las formas de defensa que adoptan, el blindaje que se crean contra las burlas. Es fácil reconocer a quien ha sufrido rechazo.

Creo que en cualquier persona el racismo es inadmisible, pero en los padres es imperdonable. Quizás sea muy difícil cambiar nuestra naturaleza, pero lo que se enseña con el ejemplo es igual de importante. El homosexualismo, por ejemplo, o el afeminamiento, son características demasiado sexuales y complejas como para que un niño haga burla de ellas. Cualquier niño puede notar lo diferente que es un niño afeminado, de igual forma que nota lo distinto que es un niño albino o un niño con labio leporino, pero burlarse de dicha condición es algo que se debe a los adultos en su totalidad.

Y ese es el problema, que el rechazo crece junto con el niño y se crea toda una serie de ideas y pensamientos para fomentar la burla y la separación. Además, quien se burla es objeto de ensalzamiento por el resto del grupo. De repente está bien burlarse: es bien visto burlarse, es aceptable burlarse y es popular burlarse. Y en el colmo de la ironía, quienes se burlan pretenden no hacer daño a quienes son objetos de su burla. La segregación se ha arraigado en nosotros de tal manera que es muy difícil darse cuenta cuando uno lastima a otra persona por ser distinta. No es tan extraño pensar que quizás estemos haciendo algún daño que preferimos pensar que no es nuestra culpa, que es culpa de los demás por ser distintos, y también preferimos encarnizar la burla como si exagerándola o haciéndola más notable dejara de hacernos ver como malas personas o dejara de hacer sentir mal a los demás.

Y no entendemos la naturaleza desgarradora de la burla hasta que descubrimos que todos en algún momento de la vida, por diversas razones, vamos a ser distintos, al menos un rato. Y cuando suceda vamos a sufrir el rechazo y vamos a recolectar un poco del fruto de aquello con lo que nacimos, que los adultos fomentaron y que nosotros hemos continuado. Y entonces, sólo entonces, entendemos.


Hiroshima y Nagasaki

Me parece curiosa la cantidad de simpatía y solidaridad que inspiran Hiroshima y Nagasaki. No me molesta ni considero erróneo que la gente tome los bombardeos nucleares como emblemas de los movimientos pacifistas o antinucleares. Me parece encomiable que la gente persiga tales fines. Pero no deja de ser curioso, al menos para mí, que sean esos, y no otros, los eventos que generan tal repudio armamentista y militar.

Las bombas nucleares representan para muchos la síntesis de la naturaleza humana, la máxima y última expresión de su sed de violencia y sus ansias autodestructivas. Quizás lo sean. Pero es ingenuo y hasta optimista pensar que las bombas atómicas representan el inicio de una era en que el hombre puede, en efecto, destruirse a sí mismo. En realidad, en cualquier momento pudimos haberlo hecho. Aunque no tan rápido. También es ingenuo pensar que representan una amenaza seria para la naturaleza: nada que haga el hombre podrá repercutir en ella por la eternidad. Es cuestión de tiempo para que todo lo que hagamos sea borrado y para que cualquier rastro nuestro, positivo o negativo, sea sanado, y tiempo le sobra a la naturaleza.

Las explosiones nucleares representan, también, un genocidio no castigado, un ataque brutal a cientos de miles de civiles inocentes, y no entiendo muy bien quién decide qué cifras son alarmantes o quiénes son inocentes. ¿Si las bombas hubieran caído sobre trescientos mil soldados y no sobre trescientos mil civiles, hubiera sido más aceptable? ¿Es menos conmemorable el millón de civiles rusos muertos en la batalla de Stalingrado que el cuarto de millón de Hiroshima y Nagasaki? ¿Eran ese cuarto de millón de japoneses más inocentes que el cuarto de millón de civiles chinos que exterminó el Ejército Imperial Japonés durante la masacre de Nankín? Si en lugar de soltar las bombas Estados Unidos hubiera continuado la batalla como la había estado llevando, ¿hoy pensaríamos que los cientos o miles de infantes de ambos bandos que hubieran muerto lo tendrían merecido? ¿Quiénes merecían más morir?

La humanidad siempre se ha sentido inclinada a la violencia. Ninguna forma de asesinato o de tortura es nueva, sino que se ha venido usando desde que tuvimos conciencia. Siempre hemos estado a la merced de la locura de nuestros semejantes. Pero creo que nunca como en nuestros tiempos hemos tenido tanto miedo a la sangre. Nuestras generaciones ya no tienen los valores que en otros tiempos nos hacían sobreponernos al miedo a la muerte o al dolor. Cada vez las peleas y las guerras pierden más su sentido y sólo nos queda ese temor a no tener el control sobre nuestra vida, aunque en realidad nunca lo hayamos tenido y morir en el potro de la inquisición o consumido por el fuego de una bomba atómica sean lo mismo.


Hiroshima y Nagasaki me conmueve igual que me conmueve cualquier otro acto de agresión, sus víctimas me inspiran la misma simpatía y solidaridad que cualquieras otras y no podría juzgarlas ni a ellas ni a sus ejecutores en términos de correcto o incorrecto, de bueno o malo. Nuestra historia ya no permite ese tipo de juicios. Al final no hay nada que vengar y nada que castigar, y quienes mejor lo saben son las propias víctimas del bombardeo. La violencia debe detenerse e Hiroshima y Nagasaki no son eventos aislados sino que deben sumarse a los demás eventos que nos tiene la historia igual de trágicos y memorables y que forman los alaridos agónicos de una humanidad que desea con todas sus fuerzas matarse aunque le dé tanto miedo hacerlo.