jueves, 18 de agosto de 2011

Ana (1)


Cuando la conocí supe que era peligrosa. No necesitaba hablarle siquiera, era un sano y bellísimo ejemplar de lo que gustaba llamar ‘los eternamente jóvenes’, todas esas personas que aún mantienen la revolución y la imaginación siendo adultos. Era desenfadada, sarcástica, ácida y tenía un serio problema con la autoridad. Por mi parte, estaba en un momento de la vida muy plano, tenía un trabajo sin futuro, hacía el amor de vez en cuando con una chica que me amaba y a quien yo no amaba,  rumiaba el dolor de haber perdido lo que en ese tiempo consideraba el amor de mi vida; y  gastaba el tiempo libre entre ensamblar una decente banda de rock y el ocio. A pesar de ir aún a la deriva, ya no me encontraba tan a la deriva. Ya no era tan joven, y la revolución y la imaginación terminaron conquistadas por el sistema. 

Respecto a la belleza de Ana debo decir que no lo era en un sentido común. Más bien era curiosa. Tenía unas piernas larguísimas y preciosas, era delgada en extremo y tan blanca que con la luz del sol llegaba a deslumbrar, usaba el pelo largo, apenas abjo de la nuca, y fumaba como si quisiera suicidarse. También tenía su cara demasiado fina, una nariz pequeña y redonda, y sus pies y manos eran un completo descuido. A pesar de todo el conjunto era muy atractivo, demasiado atractivo, tenía el no sé qué que qué se yo que hace volvernos locos a los hombres; era, y no hay mejor definición, lo que Poe llamaría ‘una virgen radiante’. Y en primera instancia locura no fue lo que sentí. Más bien una implacable curiosidad, me daba la impresión que tenía algo que decir que yo no había escuchado antes y que nadie más podría decirme. Era como si tuviera un secreto valioso y extraño. 

Comenzamos a salir. Íbamos al cine, a cenar, a convenciones, o sólo a hablar. Era una gran conversadora y tenía mucha cultura, podíamos empezar discutiendo sobre Pereira y terminar destrozando a García Márquez–destrozándolo yo, ella era fan-. Era una gran mujer. Ahora a la distancia me doy cuenta que nuestras conversaciones siempre eran sobre gustos, críticas o vivencias cotidianas. Nunca llegamos a hablar de temas personales, ni de sentimientos, no porque yo no quisiera, sino porque tocar el punto sería obligarla a entrar en un lugar en el que con seguridad no quería estar. Todo lo que supe fue lo que logré armar de frases soltadas aquí y allá. Además, yo ya sabía que tenía novio. 

Vivía con un escritor de poesía y prosa llamado Alberto en una pequeña azotea del centro de la ciudad. Era un tipo moreno y chaparro, de pelo largo, con excéntrico gusto para vestir y facciones que lo hacían parece una señora o un travesti mal arreglado. En resumen, era muy feo. Pero era agradable, pacífico y tenía mucha labia, aunque me doliera aceptarlo, pues sabía un poco de libros y de cine, no le daba pena hablar de sus conocimientos o sus ideas y aprovechaba estas ventajas para ligarse mujeres. Nunca llegué a leer un poema suyo, pero sus cuentos no eran malos y se podía ver el diamante en bruto. Lo triste es que nunca logró querer a Ana.

Habían abandonado la universidad para emprender su matrimonio no legal, perdiendo el apoyo de sus padres en el proceso, pero siguiendo su corazón como románticos empedernidos que eran; así que por las mañanas se la pasaban haciendo el amor, comiendo o conversando. Después, mientras Alberto se dedicaba a ‘crear’ –término que ellos utilizaban para referirse al huevón arte de escribir-, Ana pasaba sus tardes fotografiando niños en un estudio, ganando apenas lo suficiente para la renta del cuarto, para tener un poco de comida en casa, y para los cigarrillos de ella -Alberto no fumaba y era un vegetariano estricto-. Muchas tardes pasamos intentando hacer reír bebés que con su mirada histriónica nos recordaban lo intrascendente del acto. Ana lo hacía feliz, entre risas y bromas, parecía divertirse. Yo no estaba seguro de querer estar ahí. Como fuera, una sensación de injusticia y celos me coqueteaba cuando la veía todos los días acudir a su trabajo mientras su novio se dedicaba a dormir y a leer. Nunca dije nada porque sabía la fe que tenía en el escritor. Creía que algún día alguien notaría el talento de su pareja, y le publicarían sus libros, se haría famoso y viajarían por toda América ayudando niños hambrientos y defendiendo a los indígenas de las injusticias de este añejo e insensible mundo capitalista. Su novio, como suele pasar, tenía planes muy diferentes. 

Recuerdo la primera vez que la engañó, fue un catorce de agosto. Lo recuerdo con mucha claridad porque también fue cuando supe que la amaba. La historia es muy sencilla, salió del estudio, pasó a comprar las frutas que cenarían -¿quién cena frutas?- y llegó al cuarto para encontrar a Alberto en posiciones non sanctas con una amiga en común y en un colchón que terminaría de pagar con otros seis meses de bebés histriónicos. La escena terminó como telenovela con las frutas en el piso, una mujer tapándose las desnudeces con una sábana rota y sucia, y un Alberto persiguiendo a una Ana mientras recita frases incoherentes y comunes. En realidad llevaba meses engañándola y fue la mejor manera que se le ocurrió para abrirle los ojos, nadie atrapa a nadie de una forma tan estúpida. O eso quiero pensar. Como fuese, recibí su mensaje no muy entrada la noche, y acudí a su llamado. Nos vimos en una banca de las que bordean el río, justo frente a una de las farolas blancas del bulevar. Estaba destrozada, sentada completamente sola con la cara entre las manos y sin poder parar de llorar. Nunca he sido muy bueno para ese tipo de situaciones así que solo le eché un brazo al hombro y esperé que ella diera el primer paso. Fue media hora de sollozos y moqueos. Después paró, dudó un momento, se quitó las manos y me miró. Recuerdo sus ojos, sus preciosos ojos negros, y fue como si todos los poemas del mundo me golpearan el cerebro al mismo tiempo, como si todas las canciones sonaran en mi mente y así cumplieran la misión para la que fueron creadas, como si el amor y la belleza se definieran y se explicaran en ese preciso momento con esa precisa mirada,  como si todas las pinturas jamás hechas perdieran su valor ante tanta hermosura y se volvieran tristes imitaciones opacas de la vida, fue el alfa y el omega, el todo y la nada. También fue un momento muy doloroso para ella, sentada ahí tan patéticamente sola, con el faro evidenciando su rostro desencajado e hinchado por el llanto. Comenzó a contarme el episodio, a grandes rasgos y sacudida por repentinos moqueos, mientras yo buscaba en mi enciclopedia mental de frases alguna que pudiera reducir su carga y aliviar un poco su dolor. Lo que fuera, un chiste, un consejo. Algo. Pero nada vino, y continuamos sentados ahí, yo escuchándola y ella haciendo catarsis. Del dolor pasó al coraje y luego a la resignación. Fue una noche larga, pero nunca me sentí tan cerca de ella como entonces, y nunca lo volví a estar.

A raíz del incidente comencé a albergar algunas esperanzas en mi corazón. Intenté aprovechar la situación llamándola y procurándola. Alberto se había ido para cuando Ana regresó al cuarto, así que pude ir a visitarla en su azotea algunas noches. Era un bonito lugar, se podía ver el río y la ciudad y además estaba ella, con aire triste y de regaño, pero confiaba que con tiempo estaría mejor. Cociné muchas veces, ella no sabía cocinar, y me quedaba hasta tarde viendo películas. 

Nunca intenté nada por miedo, pero me justificaba la cobardía diciéndome que seguía el viejo código samurái y que respetaba el luto de una dama. Me arrepiento. Ana parecía ir mejorando, incluso llegué a pensar que por mí, hasta que descubrí que mantenía contacto con Alberto por mensajes o que incluso se habían visto en ocasiones. Cerca de tres semanas después del incidente llegué a la azotea y lo encontré instalado de nuevo. La decepción fue tremenda, los poemas abandonaron mi mente, la música cesó, las pinturas recuperaron su color. Por fortuna el alfa y el omega, el todo y la nada, siguieran siendo el alfa y el omega y el todo y la nada. Por desgracia, eso inauguraba los ciclos de separación que Ana y Alberto llevaban a cabo con escalofriante exactitud: él metía mujeres al cuarto para que ella los encontrara, luego ella lo perdonaba y comenzaba el ciclo de nuevo.

bplg.

martes, 16 de agosto de 2011

La conocí en el mar.


La conocí en el mar.  ¿Podría una historia empezar mejor? No, no podría empezar mejor. Pero sí terminó mal.

Yo era muy joven, apenas empezaba a comprender que nunca comprendería. Ella era lo contrario de mis defectos, yo creía ser lo contrario de los suyos y por eso la veía perfecta. Estuve enamorado mucho tiempo. Era la primera vez. Quiero pensar que en su momento también me quiso. Quizás hasta se enamoró.

Cuando me dejó fue el fin. Al menos así me lo parecía. Rumie mi dolor en cuentos y poemas, la odiaba y la amaba de manera intermitente pasando por cada sentimiento incluso varias veces al día. Mastiqué mi orgullo, racionalicé la perdida, me culpé, me perdoné, me convencí de estar mejor a pesar de estar al borde del colapso. Intenté arrancármela del cuerpo  lastimándome, hiriéndome; y  quise olvidarla pero cada que me decía ‘olvídala’ la recordaba.

Y un día, salí de mi cuarto, vi el día y el sol y supe que ya estaba bien. Lástima que el maldito día tomó una eternidad en llegar.

Todo esto viene a propósito porque me sorprende la forma en que podemos olvidar a las personas. Hoy la veo y no siento nada más que indiferencia. Eso me deprime. ¿Cómo puede ser que ya no sienta nada por alguien a quien pude ofrecerle todo?

Claro que podría llorar. ¿Quién no llora cuando empieza a recordar? Y han pasado muchos años, tantos que cada que hago el recuento me sorprendo. He cambiado. No creo que haya madurado (espero nunca hacerlo, ni por error), tampoco creo haber ganado sabiduría o inteligencia. El tiempo me ha vuelto cínico y desconfiado. Crecer es un acto de perder fe y ganar realismo, por eso es tan duro. A veces pienso hacia delante, me imagino cómo será cuando yo ya no esté. O me imagino cómo será cuando ella no esté; me la imagino en su cama, agonizante, rodeada de la gente que ama, y la imagino dando su último suspiro y su último recuerdo y su última mirada y ninguno de ellos va dirigido a mí. Ni un pensamiento, ni un vistazo. Nada.

 *      *       *

Cuando era niño creía que un día todas las estrellas morirían y que las noches no volverían a tener luz, que cuando todos los planetas se extinguiesen sólo quedaría un universo negro e infinito. Me imaginaba a las estrellas allá afuera en el frío, lejos de cualquier sentimiento, agonizando y muriendo sin nadie que las acompañase; apagando la vida y dejando el reino a la oscuridad. Creo que somos un poco como las estrellas. Naciendo, brillando y muriendo en soledad, en la nada, separados por distancias desmesuradas, atraídos por la débil luz de los demás. Sin un reclamo, sin un grito, sin un dolor. Y esa, en resumen, es toda nuestra tragedia.

Pero por cada estrella muerta, hay una estrella que nace.

bplg.

lunes, 15 de agosto de 2011

Sobre Bolaño.

 
Escribo esta apresurada entrada porque hoy en la tarde volví a recordar Los Detectives Salvajes y 2666. Qué triste haber descubierto a Bolaño ya cuando había muerto; qué triste que haya muerto dejando inconclusa su libro.

Estuve toda la tarde cavilando y armando discursos interiores sobre por qué son grandes estos dos libros. Ensamblé toda una serie de argumentos elogiosos y críticos para ensalzar su obra; eché mano de lo poco (muy poco, en realidad) que sé de redacción, de estructura, del oficio de escribir.

Pero lo cierto es que sus obras me parecen grandes por lo que me hicieron sentir. Sus libros me llegaron hondo, muy hondo, más hondo de lo que cualquier escritor reciente haya llegado. Y lo he comparado con mis clásicos de siempre, mis predilectos: Poe, Rulfo, Borges. Pero la comparación dista mucho de ser un duelo de formas, sino una comparación en la huella dejada.

¿Qué puedo decir de un libro monstruoso como Los Detectives Salvajes, si cada página amenazaba con hacerme llorar? Y en los momentos más brillantes amenazaban con sacar lágrimas y carcajadas. Así de oscuro, así de ácido.
¿2666? Lloré cuando terminó. Y me dio pena, un tipo gordo llorando en un asiento de ado con destino incierto y con un libro rojo en la mano. Intenso.
Nunca los he podido releer. No lo soportaría. Pero los conservo muy junto de mí. Y sé que antes de morir los releeré. Pero no antes.

Vaya con Dios, Bolaño. Que si yo supiera que he de partir pronto, quisiera dejar algo cercano a 2666.

bplg.