martes, 16 de agosto de 2011

La conocí en el mar.


La conocí en el mar.  ¿Podría una historia empezar mejor? No, no podría empezar mejor. Pero sí terminó mal.

Yo era muy joven, apenas empezaba a comprender que nunca comprendería. Ella era lo contrario de mis defectos, yo creía ser lo contrario de los suyos y por eso la veía perfecta. Estuve enamorado mucho tiempo. Era la primera vez. Quiero pensar que en su momento también me quiso. Quizás hasta se enamoró.

Cuando me dejó fue el fin. Al menos así me lo parecía. Rumie mi dolor en cuentos y poemas, la odiaba y la amaba de manera intermitente pasando por cada sentimiento incluso varias veces al día. Mastiqué mi orgullo, racionalicé la perdida, me culpé, me perdoné, me convencí de estar mejor a pesar de estar al borde del colapso. Intenté arrancármela del cuerpo  lastimándome, hiriéndome; y  quise olvidarla pero cada que me decía ‘olvídala’ la recordaba.

Y un día, salí de mi cuarto, vi el día y el sol y supe que ya estaba bien. Lástima que el maldito día tomó una eternidad en llegar.

Todo esto viene a propósito porque me sorprende la forma en que podemos olvidar a las personas. Hoy la veo y no siento nada más que indiferencia. Eso me deprime. ¿Cómo puede ser que ya no sienta nada por alguien a quien pude ofrecerle todo?

Claro que podría llorar. ¿Quién no llora cuando empieza a recordar? Y han pasado muchos años, tantos que cada que hago el recuento me sorprendo. He cambiado. No creo que haya madurado (espero nunca hacerlo, ni por error), tampoco creo haber ganado sabiduría o inteligencia. El tiempo me ha vuelto cínico y desconfiado. Crecer es un acto de perder fe y ganar realismo, por eso es tan duro. A veces pienso hacia delante, me imagino cómo será cuando yo ya no esté. O me imagino cómo será cuando ella no esté; me la imagino en su cama, agonizante, rodeada de la gente que ama, y la imagino dando su último suspiro y su último recuerdo y su última mirada y ninguno de ellos va dirigido a mí. Ni un pensamiento, ni un vistazo. Nada.

 *      *       *

Cuando era niño creía que un día todas las estrellas morirían y que las noches no volverían a tener luz, que cuando todos los planetas se extinguiesen sólo quedaría un universo negro e infinito. Me imaginaba a las estrellas allá afuera en el frío, lejos de cualquier sentimiento, agonizando y muriendo sin nadie que las acompañase; apagando la vida y dejando el reino a la oscuridad. Creo que somos un poco como las estrellas. Naciendo, brillando y muriendo en soledad, en la nada, separados por distancias desmesuradas, atraídos por la débil luz de los demás. Sin un reclamo, sin un grito, sin un dolor. Y esa, en resumen, es toda nuestra tragedia.

Pero por cada estrella muerta, hay una estrella que nace.

bplg.

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