jueves, 22 de diciembre de 2011

Una propuesta nacional.


La guerra contra el narco, que es la forma mexicana que tenemos para referirnos al intento del gobierno por matar a todos los malosos del país, nos ha dejado unas de las herencias más alucinantes del país. Por ejemplo, antes se recurría al clima para iniciar conversaciones o eliminar silencios incómodos, hoy se recurre a la guerra contra el narco. Antes, las leyendas urbanas hablaban sobre calcomanías con droga o payasos roba chicos, hoy hablan sobre narcos. Además, el tema ha descubierto otros defectos del sistema mexicano como son la nula transparencia en la información que recibe el pueblo de parte de sus gobernantes, la inexistente credibilidad de la sociedad en sus instituciones de seguridad, la impunidad, la corrupción y etcétera, etcétera. Temas aburridos y recurrentes.

Pero como todo lo malo de este mundo, también hay un aspecto “positivo” (¿qué clase de mundo es este, en que ni la maldad se encuentra libre de mancha?). No me refiero a los llamados a la unidad, a la paz y a la justicia que, como modernos Capitanes América, pregonan nuestros ídolos de multitudes, siempre políticamente correctos. Me refiero, en específico, al movimiento de Javier Sicilia, ese señor cuyo hijo fue encontrado muerto (asesinado) en un carro. Al movimiento se le sumaron muchos anti calderoncistas que aprovecharon el empuje y la fama para lanzar sus ya conocidas críticas políticas y partidistas contra el que sustenta el poder. Como fuera, Sicilia lanzó su marcha y redacto un pacto nacional muy bonito y que tiene unos puntos aún más bonitos, pero que me recuerda a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en lo ingenuo y utópico. Supongo que hay que lanzarse alto para alcanzar aunque sea lo más bajo. El señor Sicilia lo más que ha conseguido, además de una excelente condición física de tanto marchar (es broma, ni se fueron caminando), es el permiso del Presidente para fumar. Vicio que don Sicilia debería saber se cobra tantas o más víctimas que el narco, pero con el que parece no tener ningún problema. Es lo malo de los mexicanos, queremos que los luchadores sociales sean santos y perfectos para confiar en ellos. Si Cristo hubiera nacido en México también lo hubiéramos crucificado.

Entonces, en vista del éxito no obtenido, voy a lanzarle mis propuestas a nuestro presidente para resolver el asunto de los balazos y la droga. Mis propuestas, humildes y no muy bien pensadas, son igual de irrealizables, pero más divertidas:

Primero, propongo que se legalice la droga. Es decir, admitámoslo, el alcohol mata, el cigarro mata, la marihuana… bueno, nunca me he enterado de una sobredosis de marihuana, pero asumiremos que también mata ya que, como bien decía mi madre, todo en exceso es malo. Como decía, la heroína mata, la cocaína mata, las anfetaminas matan, las drogas matan. Pero el alcohol y los cigarros también. Es más, me pondré exagerado, el refresco mata. ¿Por qué no dejar elegir a las personas cómo suicidarse? ¿No tengo el mismo derecho a morir de cáncer pulmonar como lo tengo a morir de una sobredosis? La gente, en efecto, reacciona de manera diferente cuando usa drogas, muchas de esas reacciones son violentas, pero de igual forma pasa con el alcohol. El gobierno federal debe quitarse su papel de mamá gallina y suponer que los mexicanos sabemos elegir lo bueno de lo malo (en cuestión de salud, es probado que en cualquier otro aspecto estamos menos que descalificados (a decir verdad, estamos descalificados en cualquier aspecto)). Suposición arriesgadísima pero, eliminándose de la ecuación, el gobierno no será señalado culpable y los padres tendrán que inventar un mejor pretexto para la adicción de sus hijos. O tendrán que hacer su trabajo y empezar a educarlos. ¡JA! Entre todos lograremos encontrar un buen pretexto. Pero al menos con la droga legalizada todos seremos felices y tendremos súper poderes y así.  

Además, el problema del narcotráfico no es tanto la venta en México para su consumo. Es sobre las rutas para pasarla a EUA. Lo cual me lleva a:

Segundo, legalizar el comercio de droga. Nosotros la tenemos, ellos la quieren. Y ellos tienen dinero. ¿Qué más se necesita? Nuestros capos son unos grandes hombres de negocios ¿por qué no dejarlos que traigan más dinero al país y de paso trabajo, muchas fuentes de trabajo? De por si la cifra del dinero recibido por el comercio ilegal de estupefacientes (me he cansado de decir droga) es de muchos dígitos. Como once o doce. No recuerdo cuánto con exactitud y me da flojera ir por el dato, así que tendrán que ir a Google o confiar en mi palabra. Y el gobierno ya recibe su tajada. Así pues, que se dediquen en tirar balazos los gringos y a vigilar sus fronteras, nosotros seríamos la nación de la del trabajo y la felicidad, y vendría gente de todo el mundo a disfrutar de las drogas y el dinero. Seríamos una verdadera república amorosa de empresarios y drogadictos viviendo en armonía y nadando en la abundancia de dólares. 

Esto, claro, no soluciona el problema de la repartición de rutas y territorios, problema medular de la guerra.  Lo cual nos lleva a mi tercer punto:

El dilema del taxista, como gusto llamarlo, y que consiste en que mientras más taxis menos pasaje. Una vez realizados los dos puntos anteriores las rutas podrán ser negociadas, ya que no habrá ningún peligro en circular con una furgonetita lleno de cocaína. De hecho sería como la navidad coca cola y todos esperaríamos con ansias la llegada del mítico camión. Los narcos saldrían a la luz del sol y podrían reintegrarse a sus familias y amigos. Todo sería felicidad. Y si algún grupo desea iniciarse en el negocio del tráfico legal de drogas, pues que pase por muchos trámites burocráticos de forma que desista de su intención y listo. Podríamos tirar las armas e irnos a comer helados todos juntos como hermanos.

Ahora, respecto al tema del juego, la prostitución, el cobro de piso, los secuestros y demás aspectos de la mafia, tengo las siguientes ideas que seguro harán la delicia de chicos y grandes. Primero…

martes, 20 de diciembre de 2011

Para llorar.

Es para llorar que buscamos nuestros ojos
Para sostener nuestras lágrimas allá arriba
En sus sobres nutridos de nuestros fantasmas
Es para llorar que apuntamos los fusiles sobre el día
Y sobre nuestra memoria de carne
Es para llorar que apreciamos nuestros huesos y a la muerte sentada junto a la novia
Escondemos nuestra voz de todas las noches
Porque acarreamos la desgracia
Escondemos nuestras miradas bajo las alas de las piedras
Respiramos más suavemente que el cielo en el molino
Tenemos miedo

Nuestro cuerpo cruje en el silencio
Como el esqueleto en el aniversario de su muerte
Es para llorar que buscamos palabras en el corazón
En el fondo del viento que hincha nuestro pecho
En el milagro del viento lleno de nuestras palabras

La muerte está atornillada a la vida
Los astros se alejan en el infinito y los barcos en el mar
Las voces se alejan en el aire vuelto hacia la nada
Los rostros se alejan entre los pinos de la memoria
Y cuando el vacío está vacío bajo el aspecto irreparable
El viento abre los ojos de los ciegos
Es para llorar para llorar

Nadie comprende nuestros signos y gestos de largas raíces
Nadie comprende la paloma encerrada en nuestras palabras
Paloma de nube y de noche
De nube en nube y de noche en noche
Esperamos en la puerta el regreso de un suspiro
Miramos ese hueco en el aire en que se mueven los que aún no han nacido

Ese hueco en que quedaron las miradas de los ciegos estatuarios
Es para poder llorar es para poder llorar
Porque las lagrimas deben llover sobre las mejillas de la tarde

Es para llorar que la vida es tan corta
Es para llorar que la vida es tan larga

El alma salta de nuestro cuerpo
Bebemos en la fuente que hace ver los ojos ausentes
La noche llega con sus corderos y sus selvas intraducibles
La noche llega a paso de montaña
Sobre el piano donde el árbol brota
Con sus mercancías y sus signos amargos
Con sus misterios que quisiera enterrar en el cielo
La ciudad cae en el saco de la noche
Desvestida de gloria y de prodigios
El mar abre y cierra su puerta
Es para llorar para llorar
Porque nuestras lágrimas no deben separarse del buen camino

Es para llorar que buscamos la cuna de la luz
Y la cabellera ardiente de la dicha
Es la noche de la nadadora que sabe transformarse en fantasma
Es para llorar que abandonamos los campos de las simientes
En donde el árbol viejo canta bajo la tempestad como la estatua del mañana

Es para llorar que abrimos la mente a los climas de impaciencia
Y que no apagamos el fuego del cerebro

Es para llorar que la muerte es tan rápida
Es para llorar que la muerte es tan lenta.

Vicente Huidobro.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Bien bellos son los pájaros.

Bien bellos son los pájaros que a las doce de la noche cantan
en autobúses abandonados
y bella la pequeña luz de algún bar
para que tú digas que tienes 18 años, para que yo
me tropiece con el júbilo disfrazado de Mandrake el Mago
para oír tus historias de árboles y bicicletas
todo en llamas el barrio; saber que vives
con un poeta adolescente, en su cama dura, entre sus brazos
     tatuados por la muerte, y entonces bajo qué canto
puedo amarte, bajo qué luz puedo pasar mis dedos
por tus labios, en qué tierra revolcarme desnudo contigo y
     hacerte el amor

                      si yo sé
que te vas a quedar mirándome como si fuera el viento
     o lloviera
sobre los zoológicos, sobre las flores, sobre las sillas de
     fierro, sobre nuestras mentes casi dispuestas
si yo sé
     que te vas a ir mordiéndote los labios
mirando tu cuerpo reflejado en las vitrinas, más sola
que Juana de Arco
niña de pelo negro, historias de muchachos asombrados
niña de boca blanda, el humo de nuestros cigarros, colmando la
     noche de tu ternura.


Roberto Bolaño.

Una revelación (en tres actos). Primero.


1.

Esto tiene que ser una broma, pensé. Pero no, ahí estaba, justo frente a mí, flotando inmóvil en el cielo azul de agosto, resplandeciendo y tronando en miles de voces que glorificaban al padre celestial. Había cientos de personas salidas de quién sabe qué lugar, la calle estaba repleta y todos señalaban al cielo y estoy seguro que cuchicheaban y murmuraban, porque movían sus bocas, pero yo no los podía escuchar, ¡ni siquiera ellos se podían escuchar!, tanto era el ruido de los cantos y de las trompetas y de todo lo que parecía una orquesta acompañando los coros. Para ese momento mi sorpresa había pasado, así que me puse a grabar con el celular, pensando en poder probar mi historia cuando la contara o qué se yo. Utilicé el zoom y me di cuenta que el objeto era un trono, un pequeño trono dorado, una silla pues, que flotaba en la nada y que lanzaba brillos y destellos y música de loas. Era uno de los muchos tronos que se vieron en el cielo por toda la tierra ese martes catorce de agosto, y que se quedaron ahí hasta hoy, ya tantos años después.

Lo sé, parecería surreal que hubiera sillas rimbombantes flotando por todo el mundo. Como de película. Eran unas sillitas doradas, brillando tanto que llegaban a lastimar los ojos si se veían con fijeza mucho tiempo; parecían de oro y no tenían detalles ni relieves, eran como unas simples placas de metal formando el asiento, pero su respaldo alto y su posa brazos le daban un aire de superioridad, de jerarquía. Eran, sin duda, mucho más grandes que cualquier silla terrestre, como si estuvieran esperando que un gigante las ocupara. Y además había muchos tronos, miles de ellos. En las noticias pasaron reportes desde las ciudades más importantes de la tierra. Las apariciones fueron hechas para que desde cualquier punto del globo se viera al menos uno de los asientos.  Era fantástico.

Y la música... Música sacra, espeluznante y medieval. Ponía los pelos de punta. Los primeros tres días, como si los tronos quisieran notarse y que nadie se quedara sin advertir su presencia, la música sonó sin cesar, no dejaba dormir, no dejaba hablar, y no había lugar en el mundo donde se pudiera estar a salvo de ella. Era como un ataque, como si las sillitas nos atacaran de una forma que no pudiésemos defendernos. Pero no, al tercer día exacto cesó. Y en su lugar cada seis horas comenzaba una letanía, una oración, en un idioma desconocido y que los noticieros no tardaron en informarnos era arameo. Por lo demás, el rezo no decía gran cosa y era muy similar al padre nuestro. Ahora, lo interesante de verdad, suponiendo que todo lo antes dicho sea normal, era lo que estaba por venir.

La sociedad fue el caos. La gente comenzó a actuar de forma incoherente. Debo corregir: las personas siempre han actuado de forma incoherente y, por otro lado, ¿cuál era la forma coherente de actuar ante el fenómeno que presenciábamos? Hubo saqueos, hubo disturbios, la economía se paralizó, las religiones se radicalizaron, y ni contarles de la ola de suicidios que hubo; los gobiernos perdieron el control de sus países durante meses, surgieron profetas y guías mesiánicos, y todo fue el caos. Dentro de todo, algunos sectores de la sociedad guardaron la calma. A saber, el día de hoy se cuenta con registros de las primeras investigaciones hechas por científicos sobre los tronos. Son sorprendentes. Nunca se pudo llegar a ellos, a los tronos me refiero. Cuando se intentaban alcanzar flotaban más alto. La música no tenía origen, no provenía de los tronos y se escuchaba con la misma intensidad desde cualquier punto de la tierra. Las sillas no emitían radiación alguna, ni magnetismo ni nada cuantificable o mesurable. Se cree que llegaban a medir hasta 100 metros de alto, pero el dato no es exacto. Sólo desprendían luz. Mucha luz de alguna fuente de energía oculta. Y eso fue todo antes que el caos paralizara las investigaciones.

Luego comenzaron los juicios y las ejecuciones. Empezó como un rumor, luego fue una realidad tangible. Había personas elegidas entre nosotros. Personas elegidas por Dios para enjuiciarnos, para calificar nuestra vida en base a nuestras acciones y darnos un juicio, una sentencia, ya fuera de vida o de muerte. No había castigo, no había prisión; era vivir o morir. Todo inició muy discreto, pero se formalizó en el seno de la Iglesia Católica. Miles de personas comenzaron a tener el mismo sueño, eran visiones donde se les llamaba para cumplir con la tarea santa de enjuiciar a sus semejantes y se les explicaba que los tronos eran una muestra de la presencia de Dios y de la segunda venida del Cristo. Estos, los que soñaron, fueron los elegidos, los que después serían conocidos como ejecutores. Se les daba total libertad para juzgar, con sabiduría divina, y para sentenciar con crueldad humana. Pudieron pasar por locos pero fueron tantos y se multiplicaban tan rápido que la Iglesia los terminó acogiendo y se volvieron una de los más poderosos brazos católicos. Todos íbamos a ser visitados por uno de ellos, en algún momento; llegarían, nos saludarían y acto seguido nos dirían el veredicto. Si éramos hallados faltos nos matarían, si nos hallaban aptos simplemente seguiríamos.

Rebeca Rammer. Nueva República Cubana, Sierra Maestra.
¡Claro que fue el gobierno! El gobierno de Estados Unidos y todos sus amiguitos de siempre, los mismos lame culos que les apoyan sus estupideces todo el tiempo: Inglaterra, Francia, España, los países de segunda que buscan un poco de la gloria que cae de la mesa de sus amos y otros muchos países igual de ambiciosos. Ese montaje telenovelesco de los tronos y la música no fue mas que el pretexto perfecto para asesinar a sus enemigos con apoyo público. ¿O cómo explicar que los primeros en morir, en ser asesinados, fueron musulmanes? Esa provocación fue la que nos llevó a la Cruzada Moderna. Allá andaban los Estados Unidos y sus compinches dando guerra a los países árabes. Disfrazaron todo de religión pero como siempre, había intereses económicos y de poder. Petróleo. Hegemonía. Economía. Lo de siempre. Y luego la famosa alianza con la Iglesia Católica y sus ejecutores. Eso de darle luz verde a sus asesinos fanáticos para eliminar homosexuales, prostitutas, ateos, cultos menores, científicos y todo lo que no fuera católico, fue el acabose. Lo bueno es que para entonces yo ya había establecido contacto con el grupo de resistencia. Aún no teníamos nombre pero teníamos muchas ideas y ganas de darle paz al mundo. Es decir, no estábamos contaminados con ideas dogmáticas, no éramos como los locos de la bomba en el Vaticano, no, nosotros sólo queríamos regresar las cosas a como eran o incluso mejorarlas. No teníamos un plan de gobierno ni de nada. En serio que fuimos la única esperanza de la humanidad en esos tiempos tan raros.

Mientras los países estaban en guerra y mientras no nos visitaban los ejecutores, nos organizamos, nos armamos, reclutamos gente y nos lanzamos a hacer guerrilla. Pero no éramos un grupo local, cuando digo que nos organizamos me refiero a que en todos los países teníamos células que nos coordinábamos con precisión quirúrgica. Éramos una resistencia global, con presencia en todo el mundo. El plan era abrirles los ojos a las personas y detener a los ejecutores. Por fortuna los gobiernos no nos prestaban atención enfrascados en su Cruzada como estaban, pero la Iglesia católica sí organizó grupos de limpieza con sus verdugos. Fueron buenos combates, y siempre salíamos airosos. Digamos que con la Iglesia llevamos empate técnico.

Hoy las cosas se han calmado mucho. Todo mundo se sigue peleando con todo mundo, pero ya hay países enteros, pequeños pero enteros, que hemos liberado y que resisten a la Iglesia y su perrito de batalla, los Estados Unidos; gracias a los gobiernos provisionales que establecimos. Nos siguen atacando, y ya es una guerra formal, ya no somos una simple guerrilla, pero eso mismo nos hace más fuertes. Tener apoyo y esas cosas. Tener amigos, compañeros. Nos hace creer que se puede ganar.

A veces aún les disparo a los tronos sólo por diversión. Dicen que no hay forma de destruirlos. Pero a mí me da igual, de todas formas les disparo. Es relajante.

Esteban Franco. Madrid, España.
Primero me atacaban, me preguntaban por la autoridad para hacer lo que hacía. Se les hacía increíble que un ex convicto pudiera juzgarlos y ejercerles sentencia. Pero mis pecados yo ya los había pagado, y por eso fui elegido. Me lo dijo Dios en el sueño, me dijo que los asaltos y los asesinatos, e incluso la violación, ya las había pagado en la cárcel. Y que por eso me seleccionaba. Recuerdo que mi primer juicio fue un vecino, era Testigo de Jehová, y aquélla tarde me encontraba bebiendo cerveza y mirando el trono desde el porche de mi casa. Creo que ya lo esperaba o puede que al verlo haya entendido. Yo ya había tenido los sueños durante meses, y no perdí la cordura como muchos, sino que me sentí digno de la misión. Entonces lo vi, lo vi llegar muy contento con su trajecito y su corbata y su maletín de revistas y esas porquerías. Recuerdo que me levanté con un entendimiento interno y una claridad de ideas que nunca tuve en toda mi vida. De verdad que era la voz de Dios la que salía desde mi alma y me daba tranquilidad y me serenaba en mis acciones. Entonces fui y antes que entrara a su casa -pasó primero su esposa y su hija- lo saludé y le dije que tenía un mensaje de Dios. Le dije que había sido pesado en balanza y había sido hallado falto, esas palabras se me vinieron a la boca. Luego creo que me preguntó algo o me miró con extrañeza o las dos cosas. Como sea, le solté un disparo en la frente con mi vieja amiga de correrías, mi Beretta 92. Después entré e hice lo mismo con su esposa e hija. Pensé en quemar su propaganda pagana e incluso su casa, pero me dije: si esto fuera voluntad del señor no tendría duda en hacerlo. Y mejor no lo hice. 

Me arrestaron y me llevaron a la comisaría pero nunca tuve miedo, siempre supe que Dios estaría conmigo. En unos cuantos días vino un cura a liberarme y fue quien me llevó con los demás ejecutores. Estaban organizados y en aquél grupo de buenas personas por primera vez me sentí en casa y, más importante, tenía un objetivo en la vida. De la noche a la mañana nos volvimos famosos, aunque la gente que me conocía de mi vida pasada todavía me recriminaba mis errores. Pero yo estoy en paz con Dios, sé que ya he pagado y sufrido lo suficiente. Mucha gente, incluso, me mira con odio antes de morir. No los entiendo. Está el tipo del que hablaron el domingo en misa, el tal Saulo que también tuvo que perseguir a sus hermanos antes de ser un apóstol y un santo. Él después consiguió una gran gloria, gloria que yo sé tendré y que ninguno de todos esos pecadores que he ajusticiado tendrá nunca jamás.

Mujahid Hakim. Cerca de Jerusalén.
Sólo salimos a defender la gloria de Alá. Nosotros también teníamos sus tronos flotando sobre nuestras cabezas, pero sabíamos que era obra de los infieles. Han venido queriendo guerra desde siempre, y se la dimos. Los cristianos no lo entienden, ellos siempre tendrás sus casas y sus familias y su dinero y sus cosas. Nosotros sólo tenemos fe, fe en Alá y en su profeta. Por eso venceremos. Sus tronos no nos asustan, es una obra de su iglesia, nos quieren confundir y atemorizar. Pero nos hemos preparado para esta guerra desde los tiempos de Mahoma, nacimos para defender a Alá y a nuestra fe, y para esparcirla por todo el mundo civilizado. 

No somos como los de la resistencia que buscan traer el comunismo y el socialismo, otros males de la humanidad, ni somos cristianos atacando cristianos, como los de la bomba en el Vaticano; nosotros no pararemos ante nada hasta barrer con los infieles que han venido a profanar nuestras costumbres y nuestras ciudades. Han insultado al cielo con sus espejismos y su música sacra, y han insultado la tierra con su apostasía y su liberalismo. Creen que venimos perdiendo la guerra porque cedemos terreno y nos lanzamos a las montañas a defendernos. Pero no hemos perdido nada, no perderemos nada, soltaremos las bombas en nuestro mismo suelo de ser necesario, barreremos con todo y con todos. Esa es la voluntad de Alá. Esos tronos ya son historia.


bplg.

lunes, 21 de noviembre de 2011

2003


Debió ser por septiembre de 2003. O quizás era octubre. Seguro era 2003 y seguro fue después de agosto, aún hacía calor, no del sofocante y húmedo sino del bochornoso. Pongamos octubre. Yo tenía diecisiete años y cursaba el primer semestre de la universidad en Tampico. Me encontraba solo y lejos de casa por primera vez en mi vida (sin contar vacaciones o los días que mis padres se ausentaban por algún tiempo). Todo era tan reciente que aún tenía la inseguridad y la emoción de la completa libertad (me tomo la osadía de una pequeña cursilería adolescente en honor a los años pasados). Libertad que, lógico, estaba mal empleando. Nos dirigíamos al departamento de una compañera de grupo que se encontraba a espaldas del otrora tan glorioso Estadio Tamaulipas, hogar de la alguna vez mítica Jaiba Brava, y que  ya en ese entonces mostraba los síntomas del deterioro que habría de gobernarlo sólo unos años más tarde. Después de una calle larga y de terracería que bordeaba el conjunto habitacional, se llegaba a la entrada de los edificios estilo infonavit con escalera en medio y los departamentos distribuidos a los lados. Blanca vivía en la última construcción, de manera que había que desandar parte del camino pero ahora por dentro del conjunto; después había que subir hasta el tercer y último piso, y torcer hasta la primera puerta de la izquierda. Entrando estaba la sala-comedor, a un costado la cocineta dividida por la barra del desayunador; al fondo las dos puertas de los cuartos y perpendicular a ellas la puerta del baño. Los lavaderos y un pequeño patiecito estaban atravesando una puerta de la cocina.

A pesar de la hora (no era ni medio día) llevábamos algunas botellas de tequila, tres o cuatro. En lo particular el tequila nunca me ha agradado, es demasiado caliente y dulce, pero no era momento de ponerse exigente, máxime que el objetivo era apendejarse y para eso cualquier bebida alcohólica se presta. Como decía, éramos siete: dos amigas, cuatro amigos y yo. Comenzamos a beber y a platicar, nos movíamos por todo el departamento a nuestras anchas y como hiperactivos, sin para de reír ni de hablar ni de tomar; y era un verdadero jolgorio, como si celebráramos estar vivos y estar ahí, o el habernos conocido tan jóvenes, o quizás era mi imaginación y eran unas simples ganas de tomar endemoniadas. En algún punto Julio le confesaba su amor a Sara, Reynaldo hacía piruetas en las escaleras fuera del departamento, Blanca se miraba como estúpida en un espejo y el resto los observábamos divertidos  y tomábamos. Luego Julio salió a los lavaderos a vomitar. Blanca intentó razonar con Reynaldo sobre lo peligroso que es mezclar escaleras con alcohol, y yo me incorporé (estábamos sentados en el piso, la mudanza era tan reciente que aún no había sillas o siquiera cojines) y salí a los lavaderos a echar un ojo a Julio quien había tardado demasiado y temía se encontrara dormido. Aún estaba vomitando por lapsos y con espasmos, como si su estómago seleccionara con precisión quirúrgica lo que habría de desechar y lo que habría de conservar, haciéndolo lanzar estertores mezclados de hipos y eructos. Por desgracia estaba ensuciando todo el lavadero, un lavadero muy curioso por cierto, porque era de piedra pero contrario a la mayoría, no tenía las muescas y ondulaciones talladas en el material sino que tenía pegado un cristal texturizado que, supongo, servía para el mismo fin de tallar la ropa. Lamenté la triste sorpresa que se llevaría Blanca al ver su lavadero sucio, y creo que estaba más preocupado por eso y por evitar que Julio siguiera recargando su cabeza sobre el vómito que por escuchar la entrecortada historia sobre sus sentimientos hacia Sara y el rechazo recién sufrido. Luego hubo otro lapso donde todos nos calmamos, algunos se fueron a dormir, los demás volvimos a concentrarnos en el suelo de la sala-comedor, sentados en corro como si en medio hubiera alguna fogata (sólo había refrescos y algunas frituras) o como si estuviéramos en algún ritual de iniciación o en un aquelarre o como si fuéramos a ponernos a rezar de repente. Puede que haya sido una especie de defensa, de pequeño fuerte circular, defendido por nuestros cuerpos y por lo que nos ligaba los unos a los otros, que en ese tiempo aún no era amistad sino más bien compañerismo; ese compañerismo básico de saber que nos necesitaríamos para lo que se avecinaba y que al final del todo no habría nadie a nuestro lado más que nosotros mismos. Creo que platicamos sobre nuestras vidas, sobre todos los sucesos que nos llevaron hasta ahí. Luego, como sucede cuando se habla del pasado, empezamos a platicar del futuro y de lo que queríamos, porque nuestros deseos aún tenían mucho sentido en aquél año: ignorábamos lo desviado que nuestro camino sería y lo caprichoso que puede ser el tiempo a la hora de repartir destinos. Después comenzó a entrar la penumbra con ese naranja de sol que pierde poder, pero que en Tampico (y nunca he podido explicarlo bien) pareciera seguir amarillo, es decir, como si el sol de mediodía se estuviera ocultando y no el sol abatido del atardecer. Sólo Tampico tiene esos atardeceres naranjas por color y amarillos por alma. Como sea, para ese momento el círculo estaba roto o más bien ya no era un círculo, los refrescos y las frituras seguían siendo el centro alrededor del que orbitábamos pero ya algunos estaban acostados, otros se recargaban en las piernas del de al lado, y estábamos todos hacinados como en una orgía asexual, dándonos fuerza con la cercanía física o dándonos valor o un poco de las dos. Entonces David nos contó una historia. Una suerte de cuento y confesión. 

Nos dijo, para prepararnos o para captar nuestra atención, que era gay. Más que asombro, y mi asombro hubiera estado justificado pues David era más masculino que la mayoría de los compañeros (yo incluido), creo que agradecí en silencio que Blanca estuviera dormida en uno de los cuartos: se suponía que eran novios, y por lo que intuía ella estaba enamorada. Él nunca lo estuvo pero pensé que buscaba diversión (el cuerpo de Blanca era estupendo). Pero no, no era diversión, era una pantalla que necesitaba sostener. Contó que su padre era muy autoritario y duro, masculino como los combatientes de la Revolución (pensé objetar que en la Revolución seguramente también pelearon homosexuales, pero mi observación no tenía caso) y que durante años David había tenido que fingir ser ultra macho llevando una vida de putería a dos vías: con mujeres de día, con hombres de noche. Nos dijo que su ciudad natal, grande y con industria, era una suerte de Sodoma y Gomorra mexicana (y aquí yo pensé decir que en la República Mexicana sólo dos o tres ciudades podían darse el lujo de no ser emulaciones de Sodoma y Gomorra, no siendo Tampico una de ellas, dicho sea de paso, pero tampoco lo juzgué conveniente) de manera que había suficientes antros y lugares de encuentros nocturnos de ambiente gay. Se podía llevar toda una vida de anonimato rosa porque el tabú compartido del homosexualismo transformaba a los participantes de sus correrías nocturnas en una suerte de cómplices de lo prohibido, como si lo que hicieran fuera una travesura y la sodomía fuera una protesta burlona contra el sistema y la gente y la vida misma; como si se vengaran del rechazo y la presión, y celebraran su preconcebida maldición diurna con la liberación y el placer nocturno, y qué se le va a hacer. Entonces, una de esas noches de correrías, se encontró en un antro con otro hombre joven y guapo (yo, pueblerino hasta la médula, sentía las cosquillas de la pena cuando David describía con amor y gusto a un varón) con quien comenzó a platicar y decidieron salir del lugar porque, dijo, una cosa siempre lleva a la otra. No precisó cómo es que una cosa llevaba a la otra, aunque debo admitir que tenía curiosidad sobre cómo ligaban los homosexuales. En honor a la verdad, tampoco sabía cómo ligaban los heterosexuales. Como fuera, con el paso de los años aumentó la confianza y pudo aclararme muchas dudas, ninguna de ellas útiles para mí en un sentido práctico, pero tranquilizadoras para mi excesivo morbo. Al final (con triste ironía) supe con más claridad cómo se liga a una persona del mismo sexo que a una del sexo contrario. 

El asunto es que salieron por una puerta trasera (no por preocupación sino para añadirle suspense al asunto) y llegaron a un lote baldío cercado por malla. La pasión (¡Ah! Otro de mis romanticismos adolescentes) los condujo a un rincón, el más oscuro y apartado, donde se pusieron de acuerdo para sostener coito. O quizás no se pusieron de acuerdo y sólo dejaron que la pasión (romántico empedernido que soy) los guiara en el jueguito amoroso. A David, debo reconocer, lo guió mal. Comenzó a darle sexo oral a su compañero (que sólo conocía por nombre, nombre que yo he olvidado) y en el batallar de la saliva y el líquido seminal, fue grabado con un celular o con una cámara, no recuerdo bien, puede que fuera la segunda, en ese tiempo los celulares con cámara no eran tan comunes. ¿No lo notó? ¿Le pareció excitante? Ni idea. Dice que del pene (de su compañero) a la cara (de su compañero) había suficiente distancia para que la penumbra impidiera ver. Sabrá Dios. Pero eso fue lo que pasó aquélla noche, en  aquél lote baldío, en algún punto del inicio de siglo. No hubo nada más, ni besos ni caricias, supongo que ni palabras, o quizás sí, las básicas. Luego la doble vida transcurrió normal. Bueno, lo que se entiende como normalidad para una doble vida. Hasta el día que David recibió una llamada anónima (y aquí sí es seguro que a su celular) donde un hombre lo instaba a revisar su correo, cosa que hizo con presteza y sólo para encontrar el (terrible) video de la felación. Después volvió a recibir otra llamada y fue chantajeado: o soltaba dinero o harían llegar la grabación a sus padres. Qué extrañas formas de chingar encuentra la gente. El resto fue su caída a la desesperación y el temor. Intentó juntar el dinero, pero era a todas luces imposible, intentó negociar, intentó rogar. Al final del lapso se cumplió la amenaza. Su madre, mexicana abnegada como dios manda, sólo lloró y lloró. Su padre le fracturó algunas costillas (dos) y le desvió el tabique nasal. Después lo corrió del hogar mandándolo a Tampico, a seis horas del lecho paterno, escondiéndolo de sus amistades y familiares (del padre) y de sus amantes (de David) con el deseo de evitarle (evitarse) la burla y el escarnio.  Ahora el video lo había vuelto una celebridad local gay y lo había venido a refundir a una ciudad traicionera y violenta. Todo por una felación.  Y esa fue la historia.

Creo que expresamos nuestras más sinceras condolencias, o el símil que se hace en esos casos: no te preocupes, es lo mejor, estarás bien. No recuerdo. No importa. En realidad no importa. 

Luego me fui o nos fuimos o me fui con algunos otros. Llegué a casa y mi mente estaba despejada, ya no sentía el alcohol flotar como nube por el cerebro, ni el cuerpo aletargado ni el tiempo lento. En aquélla época yo rentaba un cuarto atrás de la central de autobuses. En realidad era toda la planta superior de una casa cualquiera, pero cada recámara se rentaba por separado de forma que había que compartir la sala, el baño y la cocina con otros dos inquilinos que, en ese entonces, no existían. Mi cuarto daba a la calle trasera, empolvada y sin pavimento, y a una lámpara del alumbrado público que en las noches resultaba incómoda para dormir. 

Recuerdo que llegué y me senté en la cama mirando por la venta (que, como dije, daba  la calle y a la farola), observando los edificios lejanos y el sol terminando de ocultarse. Era extraño. Estaba casi oscuro pero aún había un poco de luz, sólo un poco, como un cerillo a punto de apagarse, como si el ocaso hubiera durado una eternidad y el sol se negara a morir en paz y a darle paso a la noche. Y de repente sentí pánico. Mucho pánico. De golpe, en el pecho; como si fuera un moderno Giles Corey cargando las piedras que habrían de llevarme a la muerte. Fue tan fuerte y repentino que comencé a jadear y me doble sobre mi estómago. Y por dentro, abriéndose paso poco a poco, como una semilla oscura que germina del alma, sentí miedo. Un miedo visceral, violento. Sentí su dureza en el pecho, su sequedad y amargura en la boca, y su frío en la punta de los dedos. Estaba ahí, era real. Supe que iba a morir pronto, tuve la certeza de que iba a morir pronto. Fue como saber que la noche se acercaba con todas sus tormentas y con todo su poderío y con toda su oscuridad y que yo no estaba preparado para eso. Pensé en todos mis amigos, en mi casa lejana, en mis padres. Pensé que este atardecer era el último de algo, pero no sabía de qué. De algo perdido, de algo irrecuperable e irremplazable. Comprendí que ese miedo jamás me soltaría, que sería mi compañero por siempre y que tendría que vivir con él, como si estuviera adherido a mis huesos o como si fuera una mancha de tinta negra en el centro de mi corazón esperando el momento para extenderse por mis venas y dominarme y dominarlo todo. Pensé en todos nosotros, muchachos extraviados en la oscuridad, huérfanos de hogar, caminantes nocturnos sin rumbo, vagando por las calles de una ciudad hostil como la vida, encontrando a nuestros amigos bajo las lámparas en las esquinas, intercambiando sonrisas, sentimientos, pero condenados  a alejarnos en la penumbra por los siglos de los siglos para cumplir así con una maldición lanzada mucho antes del nacimiento del primer hombre y que corrompería a la humanidad entera hasta su misma destrucción. Y desee con todas mis fuerzas que encontráramos un hogar, que halláramos el camino a casa, que todo estuviera bien. Creo que recé, o lloré, o las dos…

Luego… luego puse música y prendí un cigarrillo y terminé de ver el anochecer. Dejé de sentir miedo y algo había cambiado pero no supe qué. ¿Cómo podría saberlo? Sentado en la oscuridad, fumando y escuchando a Real de Catorce (un disco, digamos, mediocre). Y así acabó aquél día perdido entre todos los que llenaron mi primer año fuera de casa. Asomaron las estrellas, la ciudad subsistía alimentada con luces amarillas, rojas y blancas. Una ciudad que no dormía, que nunca dormiría. Yo sí dormí. Fue un descanso intranquilo. Puede que haya soñado. Puede que no. Ha pasado tanto tiempo…

bplg.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Heces.

Esta tarde llueve, como nunca; y no
tengo ganas de vivir, corazón.

Esta tarde es dulce. ¿Por qué no ha de ser?
Viste de gracia y pena; viste de mujer.

Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo
las cavernas crueles de mi ingratitud;
mi bloque de hielo sobre su amapola,
más fuerte que su "No seas así!"

Mis violentas flores negras; y la bárbara
y enorme pedrada; y el trecho glacial.
Y pondrá el silencio de su dignidad
con óleos quemantes el punto final.

Por eso esta tarde, como nunca, voy
con este búho, con este corazón.

Y otras pasan; y viéndome tan triste,
toman un poquito de ti
en la abrupta arruga de mi hondo dolor.

Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no
tengo ganas de vivir, corazón!

César Vallejo.

domingo, 9 de octubre de 2011

Los dos hombres.

Este era un hombre que en su juventud resolvió que su vida sería buscar fortuna. Trabajó durante años hasta ganar su primer millón, pero vio que no bastaba. Trabajó cada vez más duro y ganó cada vez más dinero, pero nunca era suficiente. Y murió trabajando, con la sensación de lo inconcluso.

Otro hombre en su juventud resolvió dedicarse a buscar la verdad. Unos años después la encontró y el resto de su vida fue, en general, muy aburrida.

bplg.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Crónica del Vampirismo en México (I)


A manera de introducción se mencionarán las fuentes de información utilizadas para la escritura de la presente crónica, en favor de la claridad y para que el lector interesado en profundizar el tema pueda referirse a ellas:
Tenemos en primer lugar el Nova Sanguis, libro del vampiro americano Francisco de Sarco, escrito en latín y traducido al español por Ferris Dumont, erudito sobre el vampirismo mundial. El Nova Sanguis narra la llegada de la peste al Nuevo Mundo, su apogeo en México y su caída en desgracia durante el Porfiriato.
Las Crónicas de Paolo de Gillés: Primer cazador de vampiros en América, escritas por él mismo y compiladas por el Vaticano, han sido de gran ayuda para cotejar y cruzar fechas y datos importantes. La correspondencia que forma el grueso de las crónicas es muy abundante, pues el cazador resultó ser tan metódico que la Santa Sede recibía hasta tres reportes diarios de la situación en la Nueva España.
También se han tomado muchos datos y referencias del Daemos etch Noche Infinitum, considerado como el Martillo de las Brujas del vampirismo, escrito en la Edad Media por autores desconocidos y que contiene distintas formas para identificar un vampiro, entramparlo y eliminarlo (de manera permanente). Así mismo, establece cómo debe ser equipado un cazador de vampiros así como las cualidades que deben caracterizarlo.
De tiempos más recientes, se han tomado como referencia el Manual de la Luz, escrito por los herederos de Gillés y que es una especie de método-diario que narra la historia de la Cruzada de los No-Muertos, última gran guerra de vampiros, así como otros acontecimientos importantes desde el Porfiriato hasta la edad moderna. Se han utilizado sólo las referencias a México, y algunos eventos necesarios de otros lugares.
Finalmente, el autor ha considerado necesario aventurarse a rellenar algunos espacios vacíos y huecos informativos a fin de darle más precisión a la reseña, además de presuponer que el lector posee un conocimiento básico de vampirismo.

*      *     *
Comienza la historia con Martín Ramos de Lares, mítico vampiro español nacido en 1468. Poco se sabe de sus orígenes, pero saltó a la luz pública en la Batalla de Ceriñola, donde participó bajo el mando directo de Fernández de Córdoba. Para 1503, año en que sucede dicha batalla, Ramos de Lares había logrado amasar una consistente fortuna y contaba con un pequeño grupo de vampiros que vivían con él en una hacienda cercana a Cataluña. No sé sabe el número exacto de vampiros, algunos refieren cerca de veinte, otros hasta cuarenta, tampoco se sabe si algunos de ellos lo acompañaron a la mítica batalla; lo cierto es que al finalizar el combate, Ramos de Lares tomó por su cuenta cerca de quinientos cautivos, mismos que fueron llevados a marchas forzadas hasta su hacienda donde sirvieron de alimento durante el tiempo que le tomó a Fernández de Córdoba darse cuenta del robo y recorrer la distancia de Ceriñola a la propiedad. La casa ya estaba vacía, no estaban ni los vampiros ni los prisioneros. Un registro minucioso del lugar arrojó datos suficientes para presuponer la existencia de no-muertos, por lo que la Santa Sede fue notificada y al momento un grupo de ocho cazadores de vampiros partió hacia la hacienda al mando de Paolo de Gillés.
Durante las siguientes semanas, el grupo de Gillés logró seguir el rastro de los vampiros quienes se habían desperdigado por las zonas cercanas, y aun cuando dieron caza a la mayoría de ellos, Ramos de Lares y otros 4 vampiros lograron escapar del cerco. El rastro se borró, y Gillés y su grupo perdieron la pista.

Ramos de Lares vuelve a aparecer en febrero de 1519, en Cuba, de donde parte junto a Hernán Cortés hacia tierras americanas. Iba acompañado de sus vampiros, pero los nombres de estos nunca fueron registrados. A su llegada, la tripulación comenzó a sufrir los síntomas de una presencia vampírica: comenzaron a verse diezmados por la peste, por las tempestades, la muerte de animales y la desaparición de compañeros. Sin embargo, Cortés mismo decidió ignorar el hecho, pues consideraba que un vampiro de su lado los convertía en una mejor fuerza militar. Así las cosas, es hasta la toma de Potonchan donde los españoles toman conocimiento directo de que Ramos de Lares es un vampiro, para ser exacto un Nosferatu.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Sobre Crisis Final.


Soy un lector ocasional de cómics. En realidad, sólo leo los que descargo o los que me prestan. No soy un comprador regular porque las historias son tan complejas y van tan avanzadas que es necesario haber leído todos los números y tie-ins anteriores para comprender un personaje o suceso. Aún así, poco a poco he armado el rompecabezas y tengo una imagen vaga sobre los héroes y sus historias más importantes. Sigo con más interés el universo DC porque en Marvel a menudo los personajes me parecen de telenovela.

El punto es que leí hace tiempo Crisis Final, un eveto importante de DC. La primera vez que lo leí me quedé perplejo y debo admitir que a ratos me aburrió. Era caótico y un tanto incomprensible. Y aún así, me quedé con la sensación de haber leído algo grande a un nivel subcosciente. Es decir, había una verdadera historia que no había logrado comprender.

Decidí lanzarme a la aventura de releerlo con más calma. Ya pasado tiempo, lo he leído fácil unas seis o siete veces: es genial. Es caótico e incomprensible, sí, pero también es paranoico, alucinante, trepidante, es como si Phlip K. Dick se hubiera metido una sobredosis de LSD y se hubiera puesta a contar una historia de Batman y Superman, de Linterna Verde y la mujer Maravilla. No he podido comprenderlo en su totalidad, y no creo hacerlo nunca, pero eso es lo que lo hace tan genial.Hasta Crisis Final creo que no comprendí el verdadero poder que el cómic tiene y que lo hace diferente al cine o al libro. El cine está limitado por el presupuesto y la teconología, los libros por la capacidad del escritor, pero en el cómic todo es imaginación. 

Crisis Final es un salto al vacío, es confiar en que todos esos sucesos incoherentes y sin sentido, todos esos brincos de tiempos y todos esos personajes desconocidos encajen en algún tipo de final o de clímax. Y sí, encajan, pero de una manera tan difusa que entiendo por qué tantas críticas negativas. Pero una historia de un dios del mal caído en desgracia que arrastra con su encuación de la antivida a todo el multiverso no puede terminar de otra manera. Es sólo que derrotar a un dioa a puñetazos, o salvar todo el multiverso con una explosión no basta. Se necesita una máquina de milagros, se necesita valor, coraje, heroísmo, compañerismo, se necesita un final para el que los héroes se prepararon desde el alba de la humanidad, se necesitan balas que viajan al pasado y se necesitan hombres más rápidos que la muerte y hombres que puedan dispararle a los dioses. Eso es Crisis Final, es la batalla contra un nuevo tipo de mal, un mal que sobrepasa los golpes y los planes maléficos, y es la historia de lo que se tuvo que hacer para derrotarlo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Ana (2)


Cambió, se volvió ácida, agresiva y sarcástica. No hubo otro motivo de gozo que el burlarse de los demás. Lo cual, con justo motivo, le trajo muchos problemas en sus relaciones, entendiéndose con ‘relaciones’ al resto de sus amigos (ya que su familia mantenía el castigo del silencio). Como sea, surgieron rencillas y fricciones, con algunos de sus más fieles escuderos peleó para nunca volverse a hablar. Y en este sentido, ‘nunca’ es la palabra perfecta. Con otros sólo se fragmentó la relación, y con el resto no tuvo ningún problema. Yo no estaba entre estos últimos. A pesar de haber sido testigo de su caída. Sabía que estaba herida y que sólo andaba supurando su dolor. Dejando un poco de pena para librarse de ella, en algún punto de la vida. Pero la pena no disminuía, ¿cómo podría disminuir si la causa era externa? 

Así anduvo el resto del tiempo que convivimos, herida de muerte, desangrándose de a poco. Sé que lloraba todas las noches, y que Alberto fingía no escucharla, ahí, echado al lado de ella, a sólo unos centímetros y con el poder de curar su herida. Pero no lo hacía, y nunca lo hizo. Hubiera querido tener yo ese poder de sanarla, pero no estaba en mí. Lo intenté, me esforcé, buscaba hacerla reír, distraerla, ni siquiera era un intento  de buscar su amor, en realidad comprendía su desesperación y quería sacarla de ese infierno. Pero como dicen por ahí,  los caminos de la divinidad son inescrutables.

Conmigo se enojó la fatídica tarde que decidí abordar el tema por completo. Me preparé con anticipación. Escogí las palabras con mucho cuidado y puse en ellas todo el amor que me consumía. Nos acomodamos en su terraza y le dije que Alberto no valía madres, que ella era la mejor mujer de todo el universo (y en ese entonces me lo parecía), y que su noviecito no se la merecía en lo absoluto. Todo aderezado con citas poéticas, palabras rebuscadas y chispazos de sarcasmo y malos chistes, envueltos en un extenso monólogo. No surtió el efecto deseado. Todo lo contrario, me contestó enojada que Alberto era un ser sensible e incomprendido… Soy impreciso, ella nunca hubiera escogido esas palabras. Pero ¿qué más da la elección de palabras, si la cursilería es la misma? En el fondo eso es lo que sentía, a eso se aferraba, a que Alberto la necesitaba a su lado porque sólo ella le daba fortaleza y soporte. Era su torre, su pilar, y sospecho que estaba parafraseando al higadito. Me los imaginé peleando, y luego lo imaginé llorando arrodillado abrazándose a su regazo implorando su perdón y diciéndole que toda la admiración que por él profesaba sólo tendría sentido si ella se quedaba a su lado, pues era su pilar, su torre. Me dio una lástima infinita. Después, terminada su elocución, me corrió entre llantos y gritos y me dijo que nunca quería volver a verme.

Su reacción fue exagerada en demasía. Me desconcertó, pero intenté comprenderla: estaba en dolor. Lo cierto es que cumplió su palabra y nunca contestó mis llamadas ni mensajes, jamás me abrió la puerta de su casa y en un sentido orgulloso se borró de la faz de la tierra (mi tierra) para siempre. Pasaba el tiempo y pasé del desconcierto a la tristeza, luego me puse a racionalizarlo todo, luego me consumió la ira, y por último me resigné. Pasaron meses y dejé de pensar en el asunto. Nunca supe si la justificaba o si de verdad debía comprenderla. Dicen que las relaciones son ciclos con principio y final. La nuestra nunca lo tuvo, quedaron muchas cosas por decirse, me quedó la sensación de fracaso. Eliminé todo lo que se relacionara con ella, excepto una foto pequeña, de esas tomadas en las cabinas de las plazas. Es una serie de cinco fotos en blanco y negro donde yo me dediqué a sonreír y ella a modelar una bufanda azul en cinco posiciones distintas. La puse en resguardo en mi billetera, y ahí se encuentra hasta ahora. Como si guardar un pedazo de corazón en la cartera fuera posible. Igual lo hice. Si perdiese esa foto sería como si me arrancaran un brazo. Ya es parte de mí, Ana es parte de mí, y lo será hasta mi hora definitiva. 

Entonces, guardé esa pieza de corazón, alisté mis maletas y me lancé a la aventura. En realidad sólo me tuve que ir a trabajar fuera de la ciudad. Conocí gente, descubrí cosas, visité lugares. Con el tiempo conocí a una mujer con el divino don del sentido del humor, y ahí eché raíces. Las partículas se asentaron en el fondo, y el agua volvió a ser clara de nuevo.

Un día me topé con Alberto. Fue en la plaza de la ciudad. Estaba con un grupo de jóvenes zarrapastrosos y fodongos, apilados y revueltos entre instrumentos musicales arcaicos y mochilas gordas de contenido incierto. Apenas lo reconocí con la barba de Cristo y la falta de higiene. Para mi asombro, se levantó como resorte para saludarme. En realidad se me abalanzó, jalando de la mano a una muchachita flaca y ojerosa con pinta de no haber estado en sus cinco sentidos la última semana, cuando menos. Me dijo lo obvio, nunca fue un reconocido escritor y había decidido lanzarse a la aventura con ese grupo de neo gitanos. Tenían un niño que se encontraba jugando en algún lugar incierto de la plaza, y esperaban otro. Dicho comentario me hizo notar la barriga de la joven. No me interesaba, intenté preguntarle por Ana sin que se viera la premura. Me dijo que Ana se había suicidado como al año de que me fui, se había clavado un lápiz en el estómago y se había tomado todo el veneno para las ratas. También dijo: yo creo intentó después sacarse el veneno por el hoyo del lápiz, y ese pinche veneno lo único que mató fue a Ana porque ni una sola rata logramos atrapar, y comenzó a reír. No hay dios, y no hay justicia divina, y nunca los habrá. Nos despedimos, me dio un correo que perdí y yo le di un correo falso. Me dijo que estaba enterrada en el panteón familiar, que vaya a saber dios dónde está. De todas maneras nunca intenté localizarlo. 

Algunas noches soñé con su muerte, sola en el sucio y deprimente baño de su cuarto con un lápiz en el estómago y arrugando la foto de Alberto entre dolor y llanto. Muriendo de a poco y mi vida opacándose con su muerte. Quizás guardar un pedazo de corazón en la cartera no sea posible, pero que un pedazo de corazón muera con la muerte de otro, es posible. Es inevitable.

Y eso es todo.

bplg.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Reino de Dios.


Estacionó el coche, dio un portazo y gritó a la casa desde el portón. Una sonrisa amarillenta destelló en la penumbra y a través del umbral. Pásale, mijo, está abierto. Atravesó un patio de tierra, con algunos manchones de zacate seco y pelado, en una esquina una llave de cuello largo con una manguera enrollada, llantas viejas, cacharros, tablones de madera, suciedad. Del otro lado un árbol de mango, el piso alrededor cubierto de frutos pudriéndose al sol, infestados de moscas y de gusanos y exhalando fermentación y putrefacción. Cruzó la entrada sin puerta, tapada a medias con una vieja cortina de estampado floreado apenas visible por el desgaste del sol. Se detuvo disfrutando un segundo la sombra y la ligera frescura que la casa ofrecía. Miró el juego de sala, el sillón más pequeño cubierto en su totalidad por ropa sin ningún orden, los otros dos tapados con sabanas raídas, rotas y manchadas de comida de mucho tiempo atrás, picados en sus patas y posa brazos. Enfrente un librero con una televisión cubierta de estampas y un estéreo gris con diseño ridículo y en aparente desuso, libros infantiles, una vieja enciclopedia con tomos faltantes, portarretratos con figuras y colores y con imágenes amarillentas y cuarteadas de antiguas felicidades, polvo. Paredes con pintura sobre la pintura y aun así con partes donde se vislumbraba el block de la construcción, rayones de crayolas como laberintos y marcas de zapatos y manchas de tierra. Un foco colgante apagado en el centro del cuarto, como un ahorcado. Empezó a notar el olor a humedad y a grasa y a mugre.

La mujer salió por una de las puertas laterales, con un vestido ajado y sucio de un verde chillón y con un mandil azul y zapatos de tela. Era chaparra y gorda, morena en contraste con su vestido, y por el cebo en su cabello parecía no haberse bañado en días. Siéntate, ahorita sale, ¿quieres agua? Aceptó, y la mujer volvió a desaparecer. Se sentó sobre la sábana de uno de los muebles, apenas en el borde del asiento. Esperó y la mujer regresó con un vaso de vidrio con figuras semejantes a lianas y flores amorfas pero de un penetrante amarillo. Cuando lo tomó notó que la mano de la mujer y el vaso estaban mojados. De otro cuarto apareció un joven, la mujer se fue y los dos hombres se saludaron. Apuró el vaso y lo dejó sobre el librero. Salieron.

Comenzaba a atardecer. Subieron al carro y partieron.

Es de noche y ya son cuatro. Van dos mujeres atrás. El carro rompe la noche en las calles pequeñas y quebradas sin iluminación. Sus faros guían como si atravesaran un mundo post apocalíptico. Alrededor construcciones muertas y oscuras, rayadas con mensajes ilegibles. Alguna ventana iluminada, una en medio de la nada. Puertas, rejas, entradas, todo cerrado como si dentro de sus muros se cometiera un crimen, una violación, una muerte, como si encerraran todo el horror en una gran caja de pandora, aquí y de verdad. Poco a poco las afueras comienzan a transformarse en el centro, primero una lámpara, luego otra, colgando tristes de sus postes. Una persona, dos; un carro, más carros. Como llegar a un oasis. Y motores, gritos, risas, pláticas, de ningún lugar pero por todos lados. Se detienen frente a un local brillante, ruidoso. Descienden riendo, los esperan cuatro hombres de mirada perdida. Los registran, les cobran. Entran.

Caos, todo es un caos. Cuerpos sin rostros en la oscuridad a veces rota por flashazos de luz blanca, verde, azul, roja. Sudor, mucho sudor, olor a cigarro, a alcohol. Y los cuerpos son una provocación, un llamado al instinto, una punzada a la naturaleza; retorciéndose y tallándose unos con otros, invitando como alguna danza ritual destinada a convocar dioses olvidados. No tienen ojos, y por lo que se ve, pueden no tener alma. Beben, ríen, fuman, se gritan; pero sus gritos no son escuchados, ni sus ruegos, ni por ellos ni por su dios. Y está el ruido, endemoniado, feroz, salvaje, primitivo, invasivo como una violación auditiva; repetitivo, básico, sexual, insidioso. Está en todos lados, taladra la cabeza, destroza los oídos, vibra en el pecho. Y es sólo basura, pero este lugar no podría tener otra música pues es la descripción de todas las almas que se contonean en él como si estuvieran en el infierno y la música fuera el fuego mismo del adversario; este ruido es el mundo y es su resultado y vaticina su destrucción, como un profeta corrupto, sucio e innoble.

Pasado un rato acude al baño.

Cuando cruza la puerta el ruido queda atrás sordo, pero aún se siente en el pecho. Hay luz, mucha luz blanca, lastima los ojos acostumbrados a la penumbra exterior. Huele a cloro y a heces y a orines. Son tres privados con sus puertas abiertas, una de las tazas está sucia. Papeles por todos lados, hechos un nudo. En las paredes se adivinan los mensajes pornográficos, los dibujos arcaicos de mujeres desnudas y expectantes, destinados a satisfacer un deseo que nunca cesa sino que quema y consume y corrompe. Orina en uno de los mingitorios. Se para frente al espejo, se lava las manos, mira su rostro y sonríe. Sale de nuevo al mundo, que lo recibe con negrura y ruido y odio. Y la puerta se cierra a sus espaldas y queda el blanco y el agua pálida, pues los orines y la pureza ya son uno.

Está de pie, cansado de bailar, cuando empieza como un murmullo que se expande desde la entrada hasta su mesa. Es la gente, es el miedo, pues el miedo logra callar el ruido y el murmullo se vuelve más grande y el miedo más poderoso y no hay rincón que no se entere que algo sucede y que no puede ser bueno. Un impulso recorre su espina, es la tensión de la manada, la sensación de peligro, la sobrevivencia que inyecta adrenalina y nunca se volverá a sentir igual de vivo. Se escuchan detonaciones, retumban como las trompetas del juicio por todo el lugar, y se extienden clamores y su pecho se torna caliente y húmedo, y sólo alcanza a mirar hacia los fogonazos, pero sus ojos lo abandonan y poco a poco sólo ve su caer, su desplome, y el techo. Ya no hay ruido, ha cesado, ya no ve, sólo la negrura que lo vuelve a recibir ahora y para siempre. Muere ahí, tirado en la alfombra, bañado en alcohol y pedazos de vidrio, sin pensar nada, sin decir nada. Ni una queja, ni un sonido. Nada. Ni un recuerdo. Nada.

bplg.

jueves, 18 de agosto de 2011

Ana (1)


Cuando la conocí supe que era peligrosa. No necesitaba hablarle siquiera, era un sano y bellísimo ejemplar de lo que gustaba llamar ‘los eternamente jóvenes’, todas esas personas que aún mantienen la revolución y la imaginación siendo adultos. Era desenfadada, sarcástica, ácida y tenía un serio problema con la autoridad. Por mi parte, estaba en un momento de la vida muy plano, tenía un trabajo sin futuro, hacía el amor de vez en cuando con una chica que me amaba y a quien yo no amaba,  rumiaba el dolor de haber perdido lo que en ese tiempo consideraba el amor de mi vida; y  gastaba el tiempo libre entre ensamblar una decente banda de rock y el ocio. A pesar de ir aún a la deriva, ya no me encontraba tan a la deriva. Ya no era tan joven, y la revolución y la imaginación terminaron conquistadas por el sistema. 

Respecto a la belleza de Ana debo decir que no lo era en un sentido común. Más bien era curiosa. Tenía unas piernas larguísimas y preciosas, era delgada en extremo y tan blanca que con la luz del sol llegaba a deslumbrar, usaba el pelo largo, apenas abjo de la nuca, y fumaba como si quisiera suicidarse. También tenía su cara demasiado fina, una nariz pequeña y redonda, y sus pies y manos eran un completo descuido. A pesar de todo el conjunto era muy atractivo, demasiado atractivo, tenía el no sé qué que qué se yo que hace volvernos locos a los hombres; era, y no hay mejor definición, lo que Poe llamaría ‘una virgen radiante’. Y en primera instancia locura no fue lo que sentí. Más bien una implacable curiosidad, me daba la impresión que tenía algo que decir que yo no había escuchado antes y que nadie más podría decirme. Era como si tuviera un secreto valioso y extraño. 

Comenzamos a salir. Íbamos al cine, a cenar, a convenciones, o sólo a hablar. Era una gran conversadora y tenía mucha cultura, podíamos empezar discutiendo sobre Pereira y terminar destrozando a García Márquez–destrozándolo yo, ella era fan-. Era una gran mujer. Ahora a la distancia me doy cuenta que nuestras conversaciones siempre eran sobre gustos, críticas o vivencias cotidianas. Nunca llegamos a hablar de temas personales, ni de sentimientos, no porque yo no quisiera, sino porque tocar el punto sería obligarla a entrar en un lugar en el que con seguridad no quería estar. Todo lo que supe fue lo que logré armar de frases soltadas aquí y allá. Además, yo ya sabía que tenía novio. 

Vivía con un escritor de poesía y prosa llamado Alberto en una pequeña azotea del centro de la ciudad. Era un tipo moreno y chaparro, de pelo largo, con excéntrico gusto para vestir y facciones que lo hacían parece una señora o un travesti mal arreglado. En resumen, era muy feo. Pero era agradable, pacífico y tenía mucha labia, aunque me doliera aceptarlo, pues sabía un poco de libros y de cine, no le daba pena hablar de sus conocimientos o sus ideas y aprovechaba estas ventajas para ligarse mujeres. Nunca llegué a leer un poema suyo, pero sus cuentos no eran malos y se podía ver el diamante en bruto. Lo triste es que nunca logró querer a Ana.

Habían abandonado la universidad para emprender su matrimonio no legal, perdiendo el apoyo de sus padres en el proceso, pero siguiendo su corazón como románticos empedernidos que eran; así que por las mañanas se la pasaban haciendo el amor, comiendo o conversando. Después, mientras Alberto se dedicaba a ‘crear’ –término que ellos utilizaban para referirse al huevón arte de escribir-, Ana pasaba sus tardes fotografiando niños en un estudio, ganando apenas lo suficiente para la renta del cuarto, para tener un poco de comida en casa, y para los cigarrillos de ella -Alberto no fumaba y era un vegetariano estricto-. Muchas tardes pasamos intentando hacer reír bebés que con su mirada histriónica nos recordaban lo intrascendente del acto. Ana lo hacía feliz, entre risas y bromas, parecía divertirse. Yo no estaba seguro de querer estar ahí. Como fuera, una sensación de injusticia y celos me coqueteaba cuando la veía todos los días acudir a su trabajo mientras su novio se dedicaba a dormir y a leer. Nunca dije nada porque sabía la fe que tenía en el escritor. Creía que algún día alguien notaría el talento de su pareja, y le publicarían sus libros, se haría famoso y viajarían por toda América ayudando niños hambrientos y defendiendo a los indígenas de las injusticias de este añejo e insensible mundo capitalista. Su novio, como suele pasar, tenía planes muy diferentes. 

Recuerdo la primera vez que la engañó, fue un catorce de agosto. Lo recuerdo con mucha claridad porque también fue cuando supe que la amaba. La historia es muy sencilla, salió del estudio, pasó a comprar las frutas que cenarían -¿quién cena frutas?- y llegó al cuarto para encontrar a Alberto en posiciones non sanctas con una amiga en común y en un colchón que terminaría de pagar con otros seis meses de bebés histriónicos. La escena terminó como telenovela con las frutas en el piso, una mujer tapándose las desnudeces con una sábana rota y sucia, y un Alberto persiguiendo a una Ana mientras recita frases incoherentes y comunes. En realidad llevaba meses engañándola y fue la mejor manera que se le ocurrió para abrirle los ojos, nadie atrapa a nadie de una forma tan estúpida. O eso quiero pensar. Como fuese, recibí su mensaje no muy entrada la noche, y acudí a su llamado. Nos vimos en una banca de las que bordean el río, justo frente a una de las farolas blancas del bulevar. Estaba destrozada, sentada completamente sola con la cara entre las manos y sin poder parar de llorar. Nunca he sido muy bueno para ese tipo de situaciones así que solo le eché un brazo al hombro y esperé que ella diera el primer paso. Fue media hora de sollozos y moqueos. Después paró, dudó un momento, se quitó las manos y me miró. Recuerdo sus ojos, sus preciosos ojos negros, y fue como si todos los poemas del mundo me golpearan el cerebro al mismo tiempo, como si todas las canciones sonaran en mi mente y así cumplieran la misión para la que fueron creadas, como si el amor y la belleza se definieran y se explicaran en ese preciso momento con esa precisa mirada,  como si todas las pinturas jamás hechas perdieran su valor ante tanta hermosura y se volvieran tristes imitaciones opacas de la vida, fue el alfa y el omega, el todo y la nada. También fue un momento muy doloroso para ella, sentada ahí tan patéticamente sola, con el faro evidenciando su rostro desencajado e hinchado por el llanto. Comenzó a contarme el episodio, a grandes rasgos y sacudida por repentinos moqueos, mientras yo buscaba en mi enciclopedia mental de frases alguna que pudiera reducir su carga y aliviar un poco su dolor. Lo que fuera, un chiste, un consejo. Algo. Pero nada vino, y continuamos sentados ahí, yo escuchándola y ella haciendo catarsis. Del dolor pasó al coraje y luego a la resignación. Fue una noche larga, pero nunca me sentí tan cerca de ella como entonces, y nunca lo volví a estar.

A raíz del incidente comencé a albergar algunas esperanzas en mi corazón. Intenté aprovechar la situación llamándola y procurándola. Alberto se había ido para cuando Ana regresó al cuarto, así que pude ir a visitarla en su azotea algunas noches. Era un bonito lugar, se podía ver el río y la ciudad y además estaba ella, con aire triste y de regaño, pero confiaba que con tiempo estaría mejor. Cociné muchas veces, ella no sabía cocinar, y me quedaba hasta tarde viendo películas. 

Nunca intenté nada por miedo, pero me justificaba la cobardía diciéndome que seguía el viejo código samurái y que respetaba el luto de una dama. Me arrepiento. Ana parecía ir mejorando, incluso llegué a pensar que por mí, hasta que descubrí que mantenía contacto con Alberto por mensajes o que incluso se habían visto en ocasiones. Cerca de tres semanas después del incidente llegué a la azotea y lo encontré instalado de nuevo. La decepción fue tremenda, los poemas abandonaron mi mente, la música cesó, las pinturas recuperaron su color. Por fortuna el alfa y el omega, el todo y la nada, siguieran siendo el alfa y el omega y el todo y la nada. Por desgracia, eso inauguraba los ciclos de separación que Ana y Alberto llevaban a cabo con escalofriante exactitud: él metía mujeres al cuarto para que ella los encontrara, luego ella lo perdonaba y comenzaba el ciclo de nuevo.

bplg.

martes, 16 de agosto de 2011

La conocí en el mar.


La conocí en el mar.  ¿Podría una historia empezar mejor? No, no podría empezar mejor. Pero sí terminó mal.

Yo era muy joven, apenas empezaba a comprender que nunca comprendería. Ella era lo contrario de mis defectos, yo creía ser lo contrario de los suyos y por eso la veía perfecta. Estuve enamorado mucho tiempo. Era la primera vez. Quiero pensar que en su momento también me quiso. Quizás hasta se enamoró.

Cuando me dejó fue el fin. Al menos así me lo parecía. Rumie mi dolor en cuentos y poemas, la odiaba y la amaba de manera intermitente pasando por cada sentimiento incluso varias veces al día. Mastiqué mi orgullo, racionalicé la perdida, me culpé, me perdoné, me convencí de estar mejor a pesar de estar al borde del colapso. Intenté arrancármela del cuerpo  lastimándome, hiriéndome; y  quise olvidarla pero cada que me decía ‘olvídala’ la recordaba.

Y un día, salí de mi cuarto, vi el día y el sol y supe que ya estaba bien. Lástima que el maldito día tomó una eternidad en llegar.

Todo esto viene a propósito porque me sorprende la forma en que podemos olvidar a las personas. Hoy la veo y no siento nada más que indiferencia. Eso me deprime. ¿Cómo puede ser que ya no sienta nada por alguien a quien pude ofrecerle todo?

Claro que podría llorar. ¿Quién no llora cuando empieza a recordar? Y han pasado muchos años, tantos que cada que hago el recuento me sorprendo. He cambiado. No creo que haya madurado (espero nunca hacerlo, ni por error), tampoco creo haber ganado sabiduría o inteligencia. El tiempo me ha vuelto cínico y desconfiado. Crecer es un acto de perder fe y ganar realismo, por eso es tan duro. A veces pienso hacia delante, me imagino cómo será cuando yo ya no esté. O me imagino cómo será cuando ella no esté; me la imagino en su cama, agonizante, rodeada de la gente que ama, y la imagino dando su último suspiro y su último recuerdo y su última mirada y ninguno de ellos va dirigido a mí. Ni un pensamiento, ni un vistazo. Nada.

 *      *       *

Cuando era niño creía que un día todas las estrellas morirían y que las noches no volverían a tener luz, que cuando todos los planetas se extinguiesen sólo quedaría un universo negro e infinito. Me imaginaba a las estrellas allá afuera en el frío, lejos de cualquier sentimiento, agonizando y muriendo sin nadie que las acompañase; apagando la vida y dejando el reino a la oscuridad. Creo que somos un poco como las estrellas. Naciendo, brillando y muriendo en soledad, en la nada, separados por distancias desmesuradas, atraídos por la débil luz de los demás. Sin un reclamo, sin un grito, sin un dolor. Y esa, en resumen, es toda nuestra tragedia.

Pero por cada estrella muerta, hay una estrella que nace.

bplg.

lunes, 15 de agosto de 2011

Sobre Bolaño.

 
Escribo esta apresurada entrada porque hoy en la tarde volví a recordar Los Detectives Salvajes y 2666. Qué triste haber descubierto a Bolaño ya cuando había muerto; qué triste que haya muerto dejando inconclusa su libro.

Estuve toda la tarde cavilando y armando discursos interiores sobre por qué son grandes estos dos libros. Ensamblé toda una serie de argumentos elogiosos y críticos para ensalzar su obra; eché mano de lo poco (muy poco, en realidad) que sé de redacción, de estructura, del oficio de escribir.

Pero lo cierto es que sus obras me parecen grandes por lo que me hicieron sentir. Sus libros me llegaron hondo, muy hondo, más hondo de lo que cualquier escritor reciente haya llegado. Y lo he comparado con mis clásicos de siempre, mis predilectos: Poe, Rulfo, Borges. Pero la comparación dista mucho de ser un duelo de formas, sino una comparación en la huella dejada.

¿Qué puedo decir de un libro monstruoso como Los Detectives Salvajes, si cada página amenazaba con hacerme llorar? Y en los momentos más brillantes amenazaban con sacar lágrimas y carcajadas. Así de oscuro, así de ácido.
¿2666? Lloré cuando terminó. Y me dio pena, un tipo gordo llorando en un asiento de ado con destino incierto y con un libro rojo en la mano. Intenso.
Nunca los he podido releer. No lo soportaría. Pero los conservo muy junto de mí. Y sé que antes de morir los releeré. Pero no antes.

Vaya con Dios, Bolaño. Que si yo supiera que he de partir pronto, quisiera dejar algo cercano a 2666.

bplg.