jueves, 8 de septiembre de 2011

Reino de Dios.


Estacionó el coche, dio un portazo y gritó a la casa desde el portón. Una sonrisa amarillenta destelló en la penumbra y a través del umbral. Pásale, mijo, está abierto. Atravesó un patio de tierra, con algunos manchones de zacate seco y pelado, en una esquina una llave de cuello largo con una manguera enrollada, llantas viejas, cacharros, tablones de madera, suciedad. Del otro lado un árbol de mango, el piso alrededor cubierto de frutos pudriéndose al sol, infestados de moscas y de gusanos y exhalando fermentación y putrefacción. Cruzó la entrada sin puerta, tapada a medias con una vieja cortina de estampado floreado apenas visible por el desgaste del sol. Se detuvo disfrutando un segundo la sombra y la ligera frescura que la casa ofrecía. Miró el juego de sala, el sillón más pequeño cubierto en su totalidad por ropa sin ningún orden, los otros dos tapados con sabanas raídas, rotas y manchadas de comida de mucho tiempo atrás, picados en sus patas y posa brazos. Enfrente un librero con una televisión cubierta de estampas y un estéreo gris con diseño ridículo y en aparente desuso, libros infantiles, una vieja enciclopedia con tomos faltantes, portarretratos con figuras y colores y con imágenes amarillentas y cuarteadas de antiguas felicidades, polvo. Paredes con pintura sobre la pintura y aun así con partes donde se vislumbraba el block de la construcción, rayones de crayolas como laberintos y marcas de zapatos y manchas de tierra. Un foco colgante apagado en el centro del cuarto, como un ahorcado. Empezó a notar el olor a humedad y a grasa y a mugre.

La mujer salió por una de las puertas laterales, con un vestido ajado y sucio de un verde chillón y con un mandil azul y zapatos de tela. Era chaparra y gorda, morena en contraste con su vestido, y por el cebo en su cabello parecía no haberse bañado en días. Siéntate, ahorita sale, ¿quieres agua? Aceptó, y la mujer volvió a desaparecer. Se sentó sobre la sábana de uno de los muebles, apenas en el borde del asiento. Esperó y la mujer regresó con un vaso de vidrio con figuras semejantes a lianas y flores amorfas pero de un penetrante amarillo. Cuando lo tomó notó que la mano de la mujer y el vaso estaban mojados. De otro cuarto apareció un joven, la mujer se fue y los dos hombres se saludaron. Apuró el vaso y lo dejó sobre el librero. Salieron.

Comenzaba a atardecer. Subieron al carro y partieron.

Es de noche y ya son cuatro. Van dos mujeres atrás. El carro rompe la noche en las calles pequeñas y quebradas sin iluminación. Sus faros guían como si atravesaran un mundo post apocalíptico. Alrededor construcciones muertas y oscuras, rayadas con mensajes ilegibles. Alguna ventana iluminada, una en medio de la nada. Puertas, rejas, entradas, todo cerrado como si dentro de sus muros se cometiera un crimen, una violación, una muerte, como si encerraran todo el horror en una gran caja de pandora, aquí y de verdad. Poco a poco las afueras comienzan a transformarse en el centro, primero una lámpara, luego otra, colgando tristes de sus postes. Una persona, dos; un carro, más carros. Como llegar a un oasis. Y motores, gritos, risas, pláticas, de ningún lugar pero por todos lados. Se detienen frente a un local brillante, ruidoso. Descienden riendo, los esperan cuatro hombres de mirada perdida. Los registran, les cobran. Entran.

Caos, todo es un caos. Cuerpos sin rostros en la oscuridad a veces rota por flashazos de luz blanca, verde, azul, roja. Sudor, mucho sudor, olor a cigarro, a alcohol. Y los cuerpos son una provocación, un llamado al instinto, una punzada a la naturaleza; retorciéndose y tallándose unos con otros, invitando como alguna danza ritual destinada a convocar dioses olvidados. No tienen ojos, y por lo que se ve, pueden no tener alma. Beben, ríen, fuman, se gritan; pero sus gritos no son escuchados, ni sus ruegos, ni por ellos ni por su dios. Y está el ruido, endemoniado, feroz, salvaje, primitivo, invasivo como una violación auditiva; repetitivo, básico, sexual, insidioso. Está en todos lados, taladra la cabeza, destroza los oídos, vibra en el pecho. Y es sólo basura, pero este lugar no podría tener otra música pues es la descripción de todas las almas que se contonean en él como si estuvieran en el infierno y la música fuera el fuego mismo del adversario; este ruido es el mundo y es su resultado y vaticina su destrucción, como un profeta corrupto, sucio e innoble.

Pasado un rato acude al baño.

Cuando cruza la puerta el ruido queda atrás sordo, pero aún se siente en el pecho. Hay luz, mucha luz blanca, lastima los ojos acostumbrados a la penumbra exterior. Huele a cloro y a heces y a orines. Son tres privados con sus puertas abiertas, una de las tazas está sucia. Papeles por todos lados, hechos un nudo. En las paredes se adivinan los mensajes pornográficos, los dibujos arcaicos de mujeres desnudas y expectantes, destinados a satisfacer un deseo que nunca cesa sino que quema y consume y corrompe. Orina en uno de los mingitorios. Se para frente al espejo, se lava las manos, mira su rostro y sonríe. Sale de nuevo al mundo, que lo recibe con negrura y ruido y odio. Y la puerta se cierra a sus espaldas y queda el blanco y el agua pálida, pues los orines y la pureza ya son uno.

Está de pie, cansado de bailar, cuando empieza como un murmullo que se expande desde la entrada hasta su mesa. Es la gente, es el miedo, pues el miedo logra callar el ruido y el murmullo se vuelve más grande y el miedo más poderoso y no hay rincón que no se entere que algo sucede y que no puede ser bueno. Un impulso recorre su espina, es la tensión de la manada, la sensación de peligro, la sobrevivencia que inyecta adrenalina y nunca se volverá a sentir igual de vivo. Se escuchan detonaciones, retumban como las trompetas del juicio por todo el lugar, y se extienden clamores y su pecho se torna caliente y húmedo, y sólo alcanza a mirar hacia los fogonazos, pero sus ojos lo abandonan y poco a poco sólo ve su caer, su desplome, y el techo. Ya no hay ruido, ha cesado, ya no ve, sólo la negrura que lo vuelve a recibir ahora y para siempre. Muere ahí, tirado en la alfombra, bañado en alcohol y pedazos de vidrio, sin pensar nada, sin decir nada. Ni una queja, ni un sonido. Nada. Ni un recuerdo. Nada.

bplg.

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