Cambió, se volvió ácida, agresiva y sarcástica. No hubo otro
motivo de gozo que el burlarse de los demás. Lo cual, con justo motivo, le
trajo muchos problemas en sus relaciones, entendiéndose con ‘relaciones’ al resto
de sus amigos (ya que su familia mantenía el castigo del silencio). Como sea,
surgieron rencillas y fricciones, con algunos de sus más fieles escuderos peleó
para nunca volverse a hablar. Y en este sentido, ‘nunca’ es la palabra
perfecta. Con otros sólo se fragmentó la relación, y con el resto no tuvo
ningún problema. Yo no estaba entre estos últimos. A pesar de haber sido
testigo de su caída. Sabía que estaba herida y que sólo andaba supurando su
dolor. Dejando un poco de pena para librarse de ella, en algún punto de la vida.
Pero la pena no disminuía, ¿cómo podría disminuir si la causa era externa?
Así anduvo el resto del tiempo que convivimos, herida de
muerte, desangrándose de a poco. Sé que lloraba todas las noches, y que Alberto
fingía no escucharla, ahí, echado al lado de ella, a sólo unos centímetros y
con el poder de curar su herida. Pero no lo hacía, y nunca lo hizo. Hubiera
querido tener yo ese poder de sanarla, pero no estaba en mí. Lo intenté, me
esforcé, buscaba hacerla reír, distraerla, ni siquiera era un intento de buscar su amor, en realidad comprendía su
desesperación y quería sacarla de ese infierno. Pero como dicen por ahí, los caminos de la divinidad son inescrutables.
Conmigo se enojó la fatídica tarde que decidí abordar el
tema por completo. Me preparé con anticipación. Escogí las palabras con mucho
cuidado y puse en ellas todo el amor que me consumía. Nos acomodamos en su
terraza y le dije que Alberto no valía madres, que ella era la mejor mujer de
todo el universo (y en ese entonces me lo parecía), y que su noviecito no se la
merecía en lo absoluto. Todo aderezado con citas poéticas, palabras rebuscadas
y chispazos de sarcasmo y malos chistes, envueltos en un extenso monólogo. No
surtió el efecto deseado. Todo lo contrario, me contestó enojada que Alberto era
un ser sensible e incomprendido… Soy impreciso, ella nunca hubiera escogido
esas palabras. Pero ¿qué más da la elección de palabras, si la cursilería es la
misma? En el fondo eso es lo que sentía, a eso se aferraba, a que Alberto la
necesitaba a su lado porque sólo ella le daba fortaleza y soporte. Era su
torre, su pilar, y sospecho que estaba parafraseando al higadito. Me los
imaginé peleando, y luego lo imaginé llorando arrodillado abrazándose a su
regazo implorando su perdón y diciéndole que toda la admiración que por él profesaba
sólo tendría sentido si ella se quedaba a su lado, pues era su pilar, su torre.
Me dio una lástima infinita. Después, terminada su elocución, me corrió entre
llantos y gritos y me dijo que nunca quería volver a verme.
Su reacción fue exagerada en demasía. Me desconcertó, pero
intenté comprenderla: estaba en dolor. Lo cierto es que cumplió su palabra y
nunca contestó mis llamadas ni mensajes, jamás me abrió la puerta de su casa y
en un sentido orgulloso se borró de la faz de la tierra (mi tierra) para
siempre. Pasaba el tiempo y pasé del desconcierto a la tristeza, luego me puse
a racionalizarlo todo, luego me consumió la ira, y por último me resigné.
Pasaron meses y dejé de pensar en el asunto. Nunca supe si la justificaba o si
de verdad debía comprenderla. Dicen que las relaciones son ciclos con principio
y final. La nuestra nunca lo tuvo, quedaron muchas cosas por decirse, me quedó
la sensación de fracaso. Eliminé todo lo que se relacionara con ella, excepto
una foto pequeña, de esas tomadas en las cabinas de las plazas. Es una serie de
cinco fotos en blanco y negro donde yo me dediqué a sonreír y ella a modelar
una bufanda azul en cinco posiciones distintas. La puse en resguardo en mi
billetera, y ahí se encuentra hasta ahora. Como si guardar un pedazo de corazón
en la cartera fuera posible. Igual lo hice. Si perdiese esa foto sería como si
me arrancaran un brazo. Ya es parte de mí, Ana es parte de mí, y lo será hasta mi
hora definitiva.
Entonces, guardé esa pieza de corazón, alisté mis maletas y
me lancé a la aventura. En realidad sólo me tuve que ir a trabajar fuera de la
ciudad. Conocí gente, descubrí cosas, visité lugares. Con el tiempo conocí a
una mujer con el divino don del sentido del humor, y ahí eché raíces. Las
partículas se asentaron en el fondo, y el agua volvió a ser clara de nuevo.
Un día me topé con Alberto. Fue en la plaza de la ciudad.
Estaba con un grupo de jóvenes zarrapastrosos y fodongos, apilados y revueltos
entre instrumentos musicales arcaicos y mochilas gordas de contenido incierto.
Apenas lo reconocí con la barba de Cristo y la falta de higiene. Para mi
asombro, se levantó como resorte para saludarme. En realidad se me abalanzó,
jalando de la mano a una muchachita flaca y ojerosa con pinta de no haber
estado en sus cinco sentidos la última semana, cuando menos. Me dijo lo obvio,
nunca fue un reconocido escritor y había decidido lanzarse a la aventura con
ese grupo de neo gitanos. Tenían un niño que se encontraba jugando en algún
lugar incierto de la plaza, y esperaban otro. Dicho comentario me hizo notar la
barriga de la joven. No me interesaba, intenté preguntarle por Ana sin que se
viera la premura. Me dijo que Ana se había suicidado como al año de que me fui,
se había clavado un lápiz en el estómago y se había tomado todo el veneno para
las ratas. También dijo: yo creo intentó después sacarse el veneno por el hoyo del lápiz, y ese
pinche veneno lo único que mató fue a Ana porque ni una sola rata logramos
atrapar, y comenzó a reír. No hay dios, y no hay justicia divina, y nunca los
habrá. Nos despedimos, me dio un correo que perdí y yo le di un correo falso. Me
dijo que estaba enterrada en el panteón familiar, que vaya a saber dios dónde
está. De todas maneras nunca intenté localizarlo.
Algunas noches soñé con su muerte, sola en el sucio y
deprimente baño de su cuarto con un lápiz en el estómago y arrugando la foto de
Alberto entre dolor y llanto. Muriendo de a poco y mi vida opacándose con su
muerte. Quizás guardar un pedazo de corazón en la cartera no sea posible, pero que
un pedazo de corazón muera con la muerte de otro, es posible. Es inevitable.
Y eso es todo.
bplg.
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