Estacionó el coche, dio un portazo y gritó a la casa desde
el portón. Una sonrisa amarillenta destelló en la penumbra y a través del
umbral. Pásale, mijo, está abierto. Atravesó un patio de tierra, con algunos
manchones de zacate seco y pelado, en una esquina una llave de cuello largo con
una manguera enrollada, llantas viejas, cacharros, tablones de madera, suciedad.
Del otro lado un árbol de mango, el piso alrededor cubierto de frutos
pudriéndose al sol, infestados de moscas y de gusanos y exhalando fermentación
y putrefacción. Cruzó la entrada sin puerta, tapada a medias con una vieja
cortina de estampado floreado apenas visible por el desgaste del sol. Se
detuvo disfrutando un segundo la sombra y la ligera frescura que
la casa ofrecía. Miró el juego de sala, el sillón más pequeño cubierto en su
totalidad por ropa sin ningún orden, los otros dos tapados con sabanas raídas,
rotas y manchadas de comida de mucho tiempo atrás, picados en sus patas y posa
brazos. Enfrente un librero con una televisión cubierta de estampas y un
estéreo gris con diseño ridículo y en aparente desuso, libros infantiles, una
vieja enciclopedia con tomos faltantes, portarretratos con figuras y colores y
con imágenes amarillentas y cuarteadas de antiguas felicidades, polvo. Paredes
con pintura sobre la pintura y aun así con partes donde se vislumbraba el block
de la construcción, rayones de crayolas como laberintos y marcas de zapatos y
manchas de tierra. Un foco colgante apagado en el centro del cuarto, como un
ahorcado. Empezó a notar el olor a humedad y a grasa y a mugre.
La mujer salió por una de las puertas laterales, con un
vestido ajado y sucio de un verde chillón y con un mandil azul y zapatos de
tela. Era chaparra y gorda, morena en contraste con su vestido, y por el cebo
en su cabello parecía no haberse bañado en días. Siéntate, ahorita sale,
¿quieres agua? Aceptó, y la mujer volvió a desaparecer. Se sentó sobre la
sábana de uno de los muebles, apenas en el borde del asiento. Esperó y la mujer
regresó con un vaso de vidrio con figuras semejantes a lianas y flores amorfas
pero de un penetrante amarillo. Cuando lo tomó notó que la mano de la mujer y
el vaso estaban mojados. De otro cuarto apareció un joven, la mujer se fue y
los dos hombres se saludaron. Apuró el vaso y lo dejó sobre el librero.
Salieron.
Comenzaba a atardecer. Subieron al carro y partieron.
Es de noche y ya son cuatro. Van dos mujeres atrás. El carro
rompe la noche en las calles pequeñas y quebradas sin iluminación. Sus faros
guían como si atravesaran un mundo post apocalíptico. Alrededor construcciones
muertas y oscuras, rayadas con mensajes ilegibles. Alguna ventana iluminada,
una en medio de la nada. Puertas, rejas, entradas, todo cerrado como si dentro
de sus muros se cometiera un crimen, una violación, una muerte, como si
encerraran todo el horror en una gran caja de pandora, aquí y de verdad. Poco a
poco las afueras comienzan a transformarse en el centro, primero una lámpara,
luego otra, colgando tristes de sus postes. Una persona, dos; un carro, más
carros. Como llegar a un oasis. Y motores, gritos, risas, pláticas, de ningún
lugar pero por todos lados. Se detienen frente a un local brillante, ruidoso.
Descienden riendo, los esperan cuatro hombres de mirada perdida. Los registran,
les cobran. Entran.
Caos, todo es un caos. Cuerpos sin rostros en la oscuridad a
veces rota por flashazos de luz blanca, verde, azul, roja. Sudor, mucho sudor,
olor a cigarro, a alcohol. Y los cuerpos son una provocación, un llamado al
instinto, una punzada a la naturaleza; retorciéndose y tallándose unos con
otros, invitando como alguna danza ritual destinada a convocar dioses olvidados. No tienen ojos, y por lo que se ve, pueden no tener alma. Beben,
ríen, fuman, se gritan; pero sus gritos no son escuchados, ni sus ruegos, ni
por ellos ni por su dios. Y está el ruido, endemoniado, feroz, salvaje,
primitivo, invasivo como una violación auditiva; repetitivo, básico, sexual,
insidioso. Está en todos lados, taladra la cabeza, destroza los oídos, vibra en
el pecho. Y es sólo basura, pero este lugar no podría tener otra música pues es
la descripción de todas las almas que se contonean en él como si estuvieran en
el infierno y la música fuera el fuego mismo del adversario; este ruido es el
mundo y es su resultado y vaticina su destrucción, como un profeta corrupto,
sucio e innoble.
Pasado un rato acude al baño.
Cuando cruza la puerta el ruido queda atrás sordo, pero aún
se siente en el pecho. Hay luz, mucha luz blanca, lastima los ojos
acostumbrados a la penumbra exterior. Huele a cloro y a heces y a orines. Son
tres privados con sus puertas abiertas, una de las tazas está sucia. Papeles
por todos lados, hechos un nudo. En las paredes se adivinan los mensajes
pornográficos, los dibujos arcaicos de mujeres desnudas y expectantes,
destinados a satisfacer un deseo que nunca cesa sino que quema y consume y
corrompe. Orina en uno de los mingitorios. Se para frente al espejo,
se lava las manos, mira su rostro y sonríe. Sale de nuevo al mundo, que lo
recibe con negrura y ruido y odio. Y la puerta se cierra a sus espaldas y queda el
blanco y el agua pálida, pues los orines y la pureza ya son uno.
Está de pie, cansado de bailar, cuando empieza como un
murmullo que se expande desde la entrada hasta su mesa. Es la gente, es el
miedo, pues el miedo logra callar el ruido y el murmullo se vuelve más grande y
el miedo más poderoso y no hay rincón que no se entere que algo sucede y que no
puede ser bueno. Un impulso recorre su espina, es la tensión de la manada, la
sensación de peligro, la sobrevivencia que inyecta adrenalina y nunca se
volverá a sentir igual de vivo. Se escuchan detonaciones, retumban como las
trompetas del juicio por todo el lugar, y se extienden clamores y su pecho se
torna caliente y húmedo, y sólo alcanza a mirar hacia los fogonazos, pero sus
ojos lo abandonan y poco a poco sólo ve su caer, su desplome, y el techo. Ya no
hay ruido, ha cesado, ya no ve, sólo la negrura que lo vuelve a recibir ahora y
para siempre. Muere ahí, tirado en la alfombra, bañado en alcohol y pedazos de
vidrio, sin pensar nada, sin decir nada. Ni una queja, ni un sonido. Nada. Ni
un recuerdo. Nada.
bplg.