sábado, 17 de septiembre de 2011

Sobre Crisis Final.


Soy un lector ocasional de cómics. En realidad, sólo leo los que descargo o los que me prestan. No soy un comprador regular porque las historias son tan complejas y van tan avanzadas que es necesario haber leído todos los números y tie-ins anteriores para comprender un personaje o suceso. Aún así, poco a poco he armado el rompecabezas y tengo una imagen vaga sobre los héroes y sus historias más importantes. Sigo con más interés el universo DC porque en Marvel a menudo los personajes me parecen de telenovela.

El punto es que leí hace tiempo Crisis Final, un eveto importante de DC. La primera vez que lo leí me quedé perplejo y debo admitir que a ratos me aburrió. Era caótico y un tanto incomprensible. Y aún así, me quedé con la sensación de haber leído algo grande a un nivel subcosciente. Es decir, había una verdadera historia que no había logrado comprender.

Decidí lanzarme a la aventura de releerlo con más calma. Ya pasado tiempo, lo he leído fácil unas seis o siete veces: es genial. Es caótico e incomprensible, sí, pero también es paranoico, alucinante, trepidante, es como si Phlip K. Dick se hubiera metido una sobredosis de LSD y se hubiera puesta a contar una historia de Batman y Superman, de Linterna Verde y la mujer Maravilla. No he podido comprenderlo en su totalidad, y no creo hacerlo nunca, pero eso es lo que lo hace tan genial.Hasta Crisis Final creo que no comprendí el verdadero poder que el cómic tiene y que lo hace diferente al cine o al libro. El cine está limitado por el presupuesto y la teconología, los libros por la capacidad del escritor, pero en el cómic todo es imaginación. 

Crisis Final es un salto al vacío, es confiar en que todos esos sucesos incoherentes y sin sentido, todos esos brincos de tiempos y todos esos personajes desconocidos encajen en algún tipo de final o de clímax. Y sí, encajan, pero de una manera tan difusa que entiendo por qué tantas críticas negativas. Pero una historia de un dios del mal caído en desgracia que arrastra con su encuación de la antivida a todo el multiverso no puede terminar de otra manera. Es sólo que derrotar a un dioa a puñetazos, o salvar todo el multiverso con una explosión no basta. Se necesita una máquina de milagros, se necesita valor, coraje, heroísmo, compañerismo, se necesita un final para el que los héroes se prepararon desde el alba de la humanidad, se necesitan balas que viajan al pasado y se necesitan hombres más rápidos que la muerte y hombres que puedan dispararle a los dioses. Eso es Crisis Final, es la batalla contra un nuevo tipo de mal, un mal que sobrepasa los golpes y los planes maléficos, y es la historia de lo que se tuvo que hacer para derrotarlo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Ana (2)


Cambió, se volvió ácida, agresiva y sarcástica. No hubo otro motivo de gozo que el burlarse de los demás. Lo cual, con justo motivo, le trajo muchos problemas en sus relaciones, entendiéndose con ‘relaciones’ al resto de sus amigos (ya que su familia mantenía el castigo del silencio). Como sea, surgieron rencillas y fricciones, con algunos de sus más fieles escuderos peleó para nunca volverse a hablar. Y en este sentido, ‘nunca’ es la palabra perfecta. Con otros sólo se fragmentó la relación, y con el resto no tuvo ningún problema. Yo no estaba entre estos últimos. A pesar de haber sido testigo de su caída. Sabía que estaba herida y que sólo andaba supurando su dolor. Dejando un poco de pena para librarse de ella, en algún punto de la vida. Pero la pena no disminuía, ¿cómo podría disminuir si la causa era externa? 

Así anduvo el resto del tiempo que convivimos, herida de muerte, desangrándose de a poco. Sé que lloraba todas las noches, y que Alberto fingía no escucharla, ahí, echado al lado de ella, a sólo unos centímetros y con el poder de curar su herida. Pero no lo hacía, y nunca lo hizo. Hubiera querido tener yo ese poder de sanarla, pero no estaba en mí. Lo intenté, me esforcé, buscaba hacerla reír, distraerla, ni siquiera era un intento  de buscar su amor, en realidad comprendía su desesperación y quería sacarla de ese infierno. Pero como dicen por ahí,  los caminos de la divinidad son inescrutables.

Conmigo se enojó la fatídica tarde que decidí abordar el tema por completo. Me preparé con anticipación. Escogí las palabras con mucho cuidado y puse en ellas todo el amor que me consumía. Nos acomodamos en su terraza y le dije que Alberto no valía madres, que ella era la mejor mujer de todo el universo (y en ese entonces me lo parecía), y que su noviecito no se la merecía en lo absoluto. Todo aderezado con citas poéticas, palabras rebuscadas y chispazos de sarcasmo y malos chistes, envueltos en un extenso monólogo. No surtió el efecto deseado. Todo lo contrario, me contestó enojada que Alberto era un ser sensible e incomprendido… Soy impreciso, ella nunca hubiera escogido esas palabras. Pero ¿qué más da la elección de palabras, si la cursilería es la misma? En el fondo eso es lo que sentía, a eso se aferraba, a que Alberto la necesitaba a su lado porque sólo ella le daba fortaleza y soporte. Era su torre, su pilar, y sospecho que estaba parafraseando al higadito. Me los imaginé peleando, y luego lo imaginé llorando arrodillado abrazándose a su regazo implorando su perdón y diciéndole que toda la admiración que por él profesaba sólo tendría sentido si ella se quedaba a su lado, pues era su pilar, su torre. Me dio una lástima infinita. Después, terminada su elocución, me corrió entre llantos y gritos y me dijo que nunca quería volver a verme.

Su reacción fue exagerada en demasía. Me desconcertó, pero intenté comprenderla: estaba en dolor. Lo cierto es que cumplió su palabra y nunca contestó mis llamadas ni mensajes, jamás me abrió la puerta de su casa y en un sentido orgulloso se borró de la faz de la tierra (mi tierra) para siempre. Pasaba el tiempo y pasé del desconcierto a la tristeza, luego me puse a racionalizarlo todo, luego me consumió la ira, y por último me resigné. Pasaron meses y dejé de pensar en el asunto. Nunca supe si la justificaba o si de verdad debía comprenderla. Dicen que las relaciones son ciclos con principio y final. La nuestra nunca lo tuvo, quedaron muchas cosas por decirse, me quedó la sensación de fracaso. Eliminé todo lo que se relacionara con ella, excepto una foto pequeña, de esas tomadas en las cabinas de las plazas. Es una serie de cinco fotos en blanco y negro donde yo me dediqué a sonreír y ella a modelar una bufanda azul en cinco posiciones distintas. La puse en resguardo en mi billetera, y ahí se encuentra hasta ahora. Como si guardar un pedazo de corazón en la cartera fuera posible. Igual lo hice. Si perdiese esa foto sería como si me arrancaran un brazo. Ya es parte de mí, Ana es parte de mí, y lo será hasta mi hora definitiva. 

Entonces, guardé esa pieza de corazón, alisté mis maletas y me lancé a la aventura. En realidad sólo me tuve que ir a trabajar fuera de la ciudad. Conocí gente, descubrí cosas, visité lugares. Con el tiempo conocí a una mujer con el divino don del sentido del humor, y ahí eché raíces. Las partículas se asentaron en el fondo, y el agua volvió a ser clara de nuevo.

Un día me topé con Alberto. Fue en la plaza de la ciudad. Estaba con un grupo de jóvenes zarrapastrosos y fodongos, apilados y revueltos entre instrumentos musicales arcaicos y mochilas gordas de contenido incierto. Apenas lo reconocí con la barba de Cristo y la falta de higiene. Para mi asombro, se levantó como resorte para saludarme. En realidad se me abalanzó, jalando de la mano a una muchachita flaca y ojerosa con pinta de no haber estado en sus cinco sentidos la última semana, cuando menos. Me dijo lo obvio, nunca fue un reconocido escritor y había decidido lanzarse a la aventura con ese grupo de neo gitanos. Tenían un niño que se encontraba jugando en algún lugar incierto de la plaza, y esperaban otro. Dicho comentario me hizo notar la barriga de la joven. No me interesaba, intenté preguntarle por Ana sin que se viera la premura. Me dijo que Ana se había suicidado como al año de que me fui, se había clavado un lápiz en el estómago y se había tomado todo el veneno para las ratas. También dijo: yo creo intentó después sacarse el veneno por el hoyo del lápiz, y ese pinche veneno lo único que mató fue a Ana porque ni una sola rata logramos atrapar, y comenzó a reír. No hay dios, y no hay justicia divina, y nunca los habrá. Nos despedimos, me dio un correo que perdí y yo le di un correo falso. Me dijo que estaba enterrada en el panteón familiar, que vaya a saber dios dónde está. De todas maneras nunca intenté localizarlo. 

Algunas noches soñé con su muerte, sola en el sucio y deprimente baño de su cuarto con un lápiz en el estómago y arrugando la foto de Alberto entre dolor y llanto. Muriendo de a poco y mi vida opacándose con su muerte. Quizás guardar un pedazo de corazón en la cartera no sea posible, pero que un pedazo de corazón muera con la muerte de otro, es posible. Es inevitable.

Y eso es todo.

bplg.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Reino de Dios.


Estacionó el coche, dio un portazo y gritó a la casa desde el portón. Una sonrisa amarillenta destelló en la penumbra y a través del umbral. Pásale, mijo, está abierto. Atravesó un patio de tierra, con algunos manchones de zacate seco y pelado, en una esquina una llave de cuello largo con una manguera enrollada, llantas viejas, cacharros, tablones de madera, suciedad. Del otro lado un árbol de mango, el piso alrededor cubierto de frutos pudriéndose al sol, infestados de moscas y de gusanos y exhalando fermentación y putrefacción. Cruzó la entrada sin puerta, tapada a medias con una vieja cortina de estampado floreado apenas visible por el desgaste del sol. Se detuvo disfrutando un segundo la sombra y la ligera frescura que la casa ofrecía. Miró el juego de sala, el sillón más pequeño cubierto en su totalidad por ropa sin ningún orden, los otros dos tapados con sabanas raídas, rotas y manchadas de comida de mucho tiempo atrás, picados en sus patas y posa brazos. Enfrente un librero con una televisión cubierta de estampas y un estéreo gris con diseño ridículo y en aparente desuso, libros infantiles, una vieja enciclopedia con tomos faltantes, portarretratos con figuras y colores y con imágenes amarillentas y cuarteadas de antiguas felicidades, polvo. Paredes con pintura sobre la pintura y aun así con partes donde se vislumbraba el block de la construcción, rayones de crayolas como laberintos y marcas de zapatos y manchas de tierra. Un foco colgante apagado en el centro del cuarto, como un ahorcado. Empezó a notar el olor a humedad y a grasa y a mugre.

La mujer salió por una de las puertas laterales, con un vestido ajado y sucio de un verde chillón y con un mandil azul y zapatos de tela. Era chaparra y gorda, morena en contraste con su vestido, y por el cebo en su cabello parecía no haberse bañado en días. Siéntate, ahorita sale, ¿quieres agua? Aceptó, y la mujer volvió a desaparecer. Se sentó sobre la sábana de uno de los muebles, apenas en el borde del asiento. Esperó y la mujer regresó con un vaso de vidrio con figuras semejantes a lianas y flores amorfas pero de un penetrante amarillo. Cuando lo tomó notó que la mano de la mujer y el vaso estaban mojados. De otro cuarto apareció un joven, la mujer se fue y los dos hombres se saludaron. Apuró el vaso y lo dejó sobre el librero. Salieron.

Comenzaba a atardecer. Subieron al carro y partieron.

Es de noche y ya son cuatro. Van dos mujeres atrás. El carro rompe la noche en las calles pequeñas y quebradas sin iluminación. Sus faros guían como si atravesaran un mundo post apocalíptico. Alrededor construcciones muertas y oscuras, rayadas con mensajes ilegibles. Alguna ventana iluminada, una en medio de la nada. Puertas, rejas, entradas, todo cerrado como si dentro de sus muros se cometiera un crimen, una violación, una muerte, como si encerraran todo el horror en una gran caja de pandora, aquí y de verdad. Poco a poco las afueras comienzan a transformarse en el centro, primero una lámpara, luego otra, colgando tristes de sus postes. Una persona, dos; un carro, más carros. Como llegar a un oasis. Y motores, gritos, risas, pláticas, de ningún lugar pero por todos lados. Se detienen frente a un local brillante, ruidoso. Descienden riendo, los esperan cuatro hombres de mirada perdida. Los registran, les cobran. Entran.

Caos, todo es un caos. Cuerpos sin rostros en la oscuridad a veces rota por flashazos de luz blanca, verde, azul, roja. Sudor, mucho sudor, olor a cigarro, a alcohol. Y los cuerpos son una provocación, un llamado al instinto, una punzada a la naturaleza; retorciéndose y tallándose unos con otros, invitando como alguna danza ritual destinada a convocar dioses olvidados. No tienen ojos, y por lo que se ve, pueden no tener alma. Beben, ríen, fuman, se gritan; pero sus gritos no son escuchados, ni sus ruegos, ni por ellos ni por su dios. Y está el ruido, endemoniado, feroz, salvaje, primitivo, invasivo como una violación auditiva; repetitivo, básico, sexual, insidioso. Está en todos lados, taladra la cabeza, destroza los oídos, vibra en el pecho. Y es sólo basura, pero este lugar no podría tener otra música pues es la descripción de todas las almas que se contonean en él como si estuvieran en el infierno y la música fuera el fuego mismo del adversario; este ruido es el mundo y es su resultado y vaticina su destrucción, como un profeta corrupto, sucio e innoble.

Pasado un rato acude al baño.

Cuando cruza la puerta el ruido queda atrás sordo, pero aún se siente en el pecho. Hay luz, mucha luz blanca, lastima los ojos acostumbrados a la penumbra exterior. Huele a cloro y a heces y a orines. Son tres privados con sus puertas abiertas, una de las tazas está sucia. Papeles por todos lados, hechos un nudo. En las paredes se adivinan los mensajes pornográficos, los dibujos arcaicos de mujeres desnudas y expectantes, destinados a satisfacer un deseo que nunca cesa sino que quema y consume y corrompe. Orina en uno de los mingitorios. Se para frente al espejo, se lava las manos, mira su rostro y sonríe. Sale de nuevo al mundo, que lo recibe con negrura y ruido y odio. Y la puerta se cierra a sus espaldas y queda el blanco y el agua pálida, pues los orines y la pureza ya son uno.

Está de pie, cansado de bailar, cuando empieza como un murmullo que se expande desde la entrada hasta su mesa. Es la gente, es el miedo, pues el miedo logra callar el ruido y el murmullo se vuelve más grande y el miedo más poderoso y no hay rincón que no se entere que algo sucede y que no puede ser bueno. Un impulso recorre su espina, es la tensión de la manada, la sensación de peligro, la sobrevivencia que inyecta adrenalina y nunca se volverá a sentir igual de vivo. Se escuchan detonaciones, retumban como las trompetas del juicio por todo el lugar, y se extienden clamores y su pecho se torna caliente y húmedo, y sólo alcanza a mirar hacia los fogonazos, pero sus ojos lo abandonan y poco a poco sólo ve su caer, su desplome, y el techo. Ya no hay ruido, ha cesado, ya no ve, sólo la negrura que lo vuelve a recibir ahora y para siempre. Muere ahí, tirado en la alfombra, bañado en alcohol y pedazos de vidrio, sin pensar nada, sin decir nada. Ni una queja, ni un sonido. Nada. Ni un recuerdo. Nada.

bplg.