sábado, 29 de septiembre de 2012

Las aves en llamas.

En uno de los charcos había un ave, una paloma. Jugueteaba con el agua. Cuando me acerqué irguió la cabeza y se puso atenta. Luego voló. Pensé no tenías que irte, no iba a hacerte daño, pero la paloma ya estaba lejos, perdida en el cielo.

domingo, 12 de agosto de 2012

Las calles de México.


La ciudad de México y yo tenemos una historia accidentada. He sido su visitante desde pequeño. La he visitado en viajes relámpagos y también he ido por meses; pero nunca he residido en ella. De niño la ciudad me imponía y me atemorizaba. Más tarde descubrí las ventajas de una ciudad que lo tiene todo, quizás cuando ya no podía disfrutarlas. Debió ser en el viaje del dos mil seis, cuando mi entonces novia y yo solíamos dar largas caminatas por la avenida Reforma.

Nunca he sido muy bueno para ubicarme por las calles, estaciones del metro o puntos principales del DF, ni para calcular sus distancias ni sus tiempos; la avenida Reforma era para mi un camino sin principio ni final, un continuo aparador de edificios, personas y autos; y por las noches un festín de luces y frío. Caminando de la mano de Claudia descubrí las calles de México, y les tomé gusto.

El siguiente descubrimiento fueron las calles peatonales del centro histórico, que encontré aún más tarde. Fueron varias noches de caminar con amigos entrando y saliendo de bares, platicando, fumando y riendo. Conocimos lo inverosímil y lo bizarro, fuimos testigos de muchas incoherencias. Nos perdíamos entre las multitudes de jóvenes que se acumulaban en los locales para cobijarse de la oscuridad y el frío. En esas calles descubrí todo lo que se agazapa en la noche de una ciudad sobrepoblada. Y también le tomé gusto.

El asunto es que la avenida Reforma y el centro histórico sólo tienen magia de noche. En el día son nada, sólo vías para transitar, para llegar a un lugar. Son caminos odiosos, pesados y muertos. No tienen alma. Su vida llega con la oscuridad, cuando la luz artificial inunda Reforma. Se transforma en una vía eterna de colores, rodeada de calles oscuras, y creo que ese es el punto: uno sabe por dónde caminar, no hay peligro, sólo se debe seguir la luz y es como tomar el camino correcto. Se puede andar por Reforma mientras se mira las calles perpendiculares y paralelas, todas en penumbra, y pensar que se está librando de un mal, que se ha evitado un peligro y que mientras la luz sea la guía todo estará bien.

En cambio, el centro histórico es mágico por su silencio y su oscuridad. Primero no lo comprendía. Había algo atrayente y triste en esas calles. Se podía caminar por ellas un tiempo, sólo un tiempo, antes de que la tristeza te inundara y tuvieras que entrar a un bar o a un restaurante, únicos oasis de luz y vida a esas horas. El secreto estaba, como dije, en el silencio y en la oscuridad. No son vías iluminadas, y no pasan autos por ellas. Te topas con un camino en el que hay nada mas que viento y frío, y quizás algunos esporádicos murmullos lejanos o música de algún bar. Puedes caminar por el centro histórico y te descubrirás deseando toparte con alguien, quien sea, una pareja perdida, un grupo de amigos ebrios, cualquier persona. O tus pasos te guiarán sin opción a la luz de los locales, donde se congregan más semejantes, y buscarás la protección primaria de la manada. Después de un rato, habiendo probado la tragedia de las personas, saldrás a la calle a vagar hasta que sea tiempo de buscar otro oasis.

jueves, 9 de agosto de 2012

La adolescencia que no termina.


No es una derrota. La batalla me asalta a cada paso que doy. El enemigo me mira a los ojos, pero mi alma se ha quebrado ya. 

Estoy cansado. Cansado del deseo que no acaba, de tu indiferencia, de mis celos, de tus colores, del arcoíris que enarbolas como bandera para los combates que nunca libras conmigo. Cansancio de dios, del pecado, de la maldad, de la rutina. De la mala música, de las pláticas insípidas, de la educación, de la gente y de todo lo que está vivo. De la violencia y del sexo; y del sexo violento. De la esperanza que no abandona, de la luz y de la oscuridad. De la hipocresía, de la honestidad, del humor negro, del destino, del humor cruel del karma, de defender lo indefendible, de ver triunfar lo increíble. De la falta de asombro, de la falta de imaginación. De sonreír, de aguantar, de pelear, de levantarme. Del paso de los días y los años. Del día, de la noche, de este miedo que consume, que germina en el centro del pecho, que recorre las venas como si fuera la tinta más oscura. De este baile ridículo que no quiero bailar, de los protocolos y las reglas. Del humo. Del dinero y de su carencia. De mi hipocresía. De todo lo que tengo que decir cuando no quiero decir nada, de todo lo que no digo cuando quiero decirlo todo. De engañarte cuando las cosas no tienen remedio, porque nunca lo tienen. Del ruido y de la lluvia y del calor. De caer al frío, y del frío, y de este hielo que bombea eso que ya no debe bombear. De fingir que me importa lo que no me importa, de esconderme preocupado por lo que merece preocuparse. De que no me escuches, de que no me entiendas, porque a veces ni yo me entiendo. De lo que cuenta, de que ignoren lo que cuenta. Del sonido, del silencio, de la lluvia y de que todos los caminos nos conduzcan a la muerte, y de la muerte, cansado de tanta muerte…

Pero sobretodo, de esta adolescencia que no termina. 

miércoles, 6 de junio de 2012

Fragmento 3


-La semana pasada soñé con todos. Tenía rato sin pensar en ellos. Estábamos aquí en el DF, pero teníamos la edad de cuando nos conocimos allá en Tampico. Bien curioso porque al principio sólo veía la avenida… ¿Te acuerdas del vips al que fuimos después del concierto de los Smashing? Pues ese mismo veía en mi sueño, pero desde el otro lado de la avenida. Y era de madrugada, no sé cómo lo sabía, pero estaba segura. Supongo que por la oscuridad y por el frío, ya sabes, ese frío tan del DF, tan triste e indiferente.  No pasaba ni un carro ni un alma, pero había luces tenues, del alumbrado, que lanzaban pequeños manchones amarillos por la calle. Era extraño, porque parecía como si la escena no fuera parte de la ciudad. Todo alrededor, todas las luces lejanas de las casas y de los anuncios y de los carros y de los departamentos, todo era un lugar aparte, un lugar externo y distante. Luego estaba este callejoncito oscuro del que salíamos, pero nos íbamos formando poco a poco, como si antes de la luz no existiéramos, como si fuéramos un vaho al que la luz esculpe. Y ya de repente ahí estábamos: José Luis, Héctor, Arturo, Giovanna… ¡hasta Ana (¿te acuerdas de Ana?)! Éramos tan jóvenes, nos veía nuestras caritas de jóvenes hermosos... Yo estaba muy feliz, muy feliz. Me reía sin sentido porque en realidad no decíamos nada, sólo reíamos y nos empujábamos unos contra otros nada más por tocarnos y sentirnos un poco y quitarnos el frío. Luego cruzábamos el periférico corriendo y entrábamos al vips como loquitos. Apenas entrando sentía el calorcito del resguardo. El lugar estaba muy iluminado, como cualquier vips, y había comensales: algunas parejas aquí y allá, algunos grupitos tomando café y platicando. Ahora que lo pienso, todos se veían muy despiertos en esa madrugada del DF. Incluso los meseros no parecían cansados.

¡Nos dábamos un atracón! No pedíamos nada pero en cuantos nos sentábamos, en una de las mesas pegadas a los ventanales, los meseros comenzaban a desfilar con platos y platos de comida y de postres.  Todos le entrábamos como si lleváramos días sin comer. Puro masticar como desesperados en silencio, bebiendo café y jugo. Luego nos poníamos a fumar, igual, callados. Mirando en los ventanales nuestros reflejos. Todos pensando, menos yo. Yo los veía, ausentes y tristes, y me ponía triste yo también. Les miraba sus ojos y me daban ganas de llorar. Luego Héctor decía: ‘Vámonos,’ y con esa palabra despertaba a todos. Nos levantábamos en automático, como si hubiéramos estado esperando la orden.

Pero de repente ya no quería irme. No sé por qué. A través de la puerta de vidrio el exterior se veía muy oscuro, como si no hubiera nada afuera, como si la avenida y sus luces hubieran desaparecido mientras cenábamos. Y recuerdo que Héctor me jalaba del brazo porque creía que bromeaba, pero no. De verdad me daba miedo salir. Mucho miedo. Y Héctor me soltaba y me decía que entonces me iba a quedar ahí sola, como si fuera una niña. Pero me volteaba y era verdad: el vips estaba vacío, todos habían desaparecido. Entonces ellos salían corriendo y riendo, y yo me quedaba ahí parada viendo cómo las puertas se cerraban lentamente y escuchando el murmullo de las risas alejarse hasta quedar en silencio. Me entraban unas ganas cabronas de llorar, y entonces se apagaban las luces y me quedaba en la oscuridad.-

-¿Y luego?-

-Luego nada. Me desperté. Me fui al trabajo. Fui a ver una película, una comedia. Luego anduve vagando por Reforma ya en la noche. Comencé a pensar en mi sueño y no sé por qué recordé lo que me dijo Héctor la última vez que lo vi, antes de que se viniera a buscar a Ana. Me dijo: ‘¿Cómo pudimos fallar tanto, Susana? ¿Cómo nos pudieron derrotar de esta manera?’ No recuerdo a propósito de qué, a veces pienso que lo dijo de repente, a propósito de nada. No sé. De verdad no sé. -

bplg.

viernes, 23 de marzo de 2012

Fragmento 2


En una de esas nos pareció buena idea ir al Naturista, un hospital que se encuentra en la playa, cerca de la orilla, y, según dicen, por las noches se aparece el fantasma de una enfermera a la que llaman ‘La Quemada’, aunque no sé por qué el apodo. La cosa es que Arturo Arango pidió la camioneta a sus padres, una Durango nuevecita, de lujo, que nos daba la oportunidad de invitar más personas. Héctor, como siempre, invitó a Ana; a Arturo y a mi la idea nos chocaba, pero nos aguantamos porque el Héctor es camarada. Yo no invité a nadie porque no tenía ganas y porque Arturo me dijo que invitaría a Giovanna Gil, que a su vez invitaría a Susana Rosales, una muchacha un poco más joven que estaba enamoradísima de mi. Incluso se podría decir que intentaba ligarme: me coqueteaba, me invitaba a salir y me procuraba demasiado; pero no tenía mucha cultura, ni era muy brillante, diferíamos en casi todo, desde gustos hasta ideas, y físicamente tampoco era mi tipo. No es que fuera fea, pero tenía su quijada demasiado cuadrada, no tenía nada de nalgas y tenía un poco de pancita. Como sea, sus pechos eran grandes aunque algo aguados, y pues sí pasaba un poco. Además me evitaría estar haciendo mal tercio con las demás parejas.

La noche que elegimos fue perfecta para la excursión: despejada y fresca. Cargamos una hielera con cervezas y algunas botellas de agua, compramos botana y cigarros, y después pasamos por las chicas. Ana, para variar, tardó horas en salir y cuando lo hizo traía puestos unos trapos de esos jipis, autóctonos, feísimos. Luego fuimos por Giovanna y Susana que ya estaban listas. Y luego nos fuimos al hospital.

Cuando llegamos, atravesando un breve camino de arena, el lugar estaba vacío. Al menos en apariencia. La construcción era más grande de lo que creía y su fachada daba al mar. Era un edificio de tres pisos en forma de L con una piscina vacía en el espacio de la escuadra. No sé dónde estaba la entrada porque, a pesar de la luz de la luna y las estrellas, el lugar estaba horriblemente oscuro. Hasta donde daban las luces de la camioneta se podían apreciar pintas de bandas y el deterioro general del inmueble, pero más allá todo se perdía en la negrura y sólo se alcanzaba a adivinar la forma de las cosas.

Abrimos la cajuela y nos pusimos a beber alrededor de la camioneta, como para agarrar valor y también porque era muy temprano. Héctor y Ana se pusieron a discutir a los pocos minutos, costumbre que aplicaban hasta en los lugares más increíbles. Los demás nos quedamos platicando. En algún punto de la conversación Arturo y Giovanna se sustrajeron y comenzaron a cuchichear entre ellos: andaban quedando. Así que estaba yo, y Susana; yo de pie, ella sentada en la cajuela.
- Y qué onda, ¿por qué ya no te dejas ver?
Sabía que lo primero sería un reclamo: ese reclamo. Y era verdad, me había estado haciendo el desaparecido porque la verdad me daba hueva verla.
-Es que he andado algo ocupado, ando ayudándole a mi papá en las obras y ya llego todo madreado a la casa. Pero luego te veo conectada.
-Ai, pero no es lo mismo, y luego ni me contestas los mensajes. Ya hasta siento que te acoso. Si no me quieres hablar pues mejor dime, no me voy a ofender ni nada.
Lo dijo en un tono como insinuando una falta de hombría, como si no tuviera el valor para mandarla a la chingada; pero en eso también se equivocaba: no quería cerrar la oportunidad de cogérmela por si algún día se me antojaba, y bueno, también me daba flojera tener una plática seria con ella. Porque, en realidad, no se podía tener ni siquiera una plática coherente con ella.
-Nombre, para nada, no me molestas.
-Pues pareciera. Yo siempre te ando buscando y todo, y tú nada. Muy a fuerzas me contestas los mensajes y en el facebook me saludas cuando quieres. O de plano no te gusto, o te pegan.
-¿Quién me va a pegar? No tengo quien me pegue. En facebook sí te saludo, de hecho apenas el fin que estabas en casa de tu hermana platicamos.
-¿Platicamos? No manches, te desconectaste bien rápido, ni nos dijimos nada. Yo quería poner la cámara para que mi hermana te conociera y tú ya ni estabas conectado. Pero te presenté por foto, y me dijo que le caíste bien.
-Creo que falló el internet, no recuerdo, pero dile que a mi también me cayó bien.
-¿Cómo te va a caer bien? Si ni platicaron, te digo que sólo vio tu foto.
-Era un chiste… olvídalo. Pásame un cigarro.
Pasó algo muy extraño. Susana traía una blusa blanca, de esas con tirantes delgaditos y que se pegan al cuerpo. Cuando se agachó a un costado, pude ver sus pechos que se resaltaron con el movimiento. Luego miré su piel, su brazo y la forma en que éste se unía con su seno, grandísimo, flácido. Me dieron unas ganas terribles de cogérmela, de lamerla toda, de penetrarla por todas partes. Y sabía que podía hacerlo.
-Toma.
-Gracias. Saqué el encendedor, y me puse a fumar mirando el cielo, expulsando el humo como si lo disfrutara mucho. La verdad no se me ocurría qué decir. Arturo acudió al rescate.
-Yo digo que entremos de una vez antes de ponernos pedos. Luego ni vamos a poder salir.
Pensé que era un pretexto para quedarse con Giovanna a solas, y el pretexto me cayó perfecto también. Acordamos que iríamos en parejas. A estas alturas Arturo ya era consciente del plan, y las muchachas también. Héctor y Ana seguían alegando. La verdad es que nos preocupaban poco, siempre era lo mismo.

Arturo y Giovanna entrarían por la puerta principal, Susana y yo por la trasera, así que tuvimos que rodear el edificio hasta la parte de la alberca seca, mientras los otros dos se iban a la fachada. Llevábamos las lámparas, pero antes de entrar le dije a Susana que nos tomáramos de las manos para no perdernos. Un poco con maña y otro poco porque sentí de miedo. Tiré el cigarro. Estaba oscuro como la chingada. Comenzamos a recorrer los pasillos. Olía a humedad y a heces, había pintas en las paredes, también había mucho polvo y basura. Íbamos muy lento, no quería toparme con algún mariguano. Empecé a enfilar hacia la azotea, esperando que Arturo no tuviera la misma idea.

Creo que sólo subimos al primer piso, y empezábamos las escaleras para el siguiente cuando jalé a Susana. La besé. Sabía rico, su labial era de manzana. Cuando vio que no sólo era un beso, que iba para largo, se subió un escalón más buscando poder besarnos a gusto. Estuvimos así un rato, jugando con la saliva y la lengua, luego, desde su cintura, moví mis manos hacía su espalda, luego un poco más abajo, hasta donde empezaban las nalgas. Me daba un poco de temor que me rechazara, pero como no lo hizo bajé bien las manos y comencé a estrujarle el trasero con fuerza. Después alternaba entre sus pechos, su trasero, su cuerpo y toda ella. Comenzamos a mordernos los labios, metía las manos bajo su blusa y por el resorte de su falda, acariciándola sobre su calzón, a veces por debajo de él. Estuve así, tallándola, explorándola. Liberé sus senos, jugué con sus pezones duros y sentí una erección. La recliné sobre las escaleras, subí su falda hacia la cintura y deslicé mi mano por toda su pierna buscando en medio de los muslos hasta sentir el calor y la humedad. Le bajé el calzón, me desabroché el cinturón y me bajé el pantalón. Se la metí sin protección porque no traía, y aunque hubiera traído igual se la hubiera metido así. Batallé un poquito porque no estaba tan húmeda, pero luego entré a fondo, a pesar de que me empujaba con sus manos. Supongo que debió dolerle pero se aguantó. Comencé a moverme, las escaleras no eran nada cómodas, pero podía ignorarlas con concentración.

Cuando me entumí, que fue más rápido por la incomodidad, la agarré por las corvas y empujé sus piernas hacia su pecho, logrando que levantara su cadera para penetrarla bien. Supongo que debió dolerle un poco la espalda, o al menos molestarle, el filo de los escalones se le encajaba. Pero no se quejó, y seguí así. Estuvo muy bien: se sentía muy estrecha, más que cualquier mujer que haya probado; incluso pensé que quizás era falta de lubricación, pero no, de verdad estaba estrechísima. Me puse a juguetear, ya saben, le metía sólo la cabeza, luego se la dejaba ir, otro rato sólo la mitad, luego la cabeza, luego se la dejaba ir, y así; cuando escuché que lloraba. No alcanzaba a verle muy bien la cara, a pesar de que la lámpara (que en el desmadre había quedado en el piso, unos escalones abajo) ayudaba a romper la oscuridad. Le pregunté si la estaba lastimando (temí que fuera su espalda). Me dijo que no, que no era eso. Que era otra cosa. Comprendí que debía ser una tontería o algo así, y sentí mucho coraje. No sé por qué. Me enojé con ella, lo estropeaba todo. Me dieron ganas de pegarle y decirle que era estúpida, que no entendía nada, que no tenía chiste y que estaba fea.  Pero no lo hice, prefería seguir metiéndosela, con odio, con furia, buscando lastimarla. Pero no se quejaba, sólo lloraba y aspiraba mocos de vez en cuando. Pensé en detenerme, pero estaba tan enojado con ella que pensé que lo menos que podía hacer era aguantarse y dejarme terminar. Le di otro rato hasta que de la nada me dijo, entre llanto, que le avisara cuando fuera a venirme. Era el colmo, pero me controlé. Le dije que obviamente no pensaba eyacular adentro. Se lo dije con saña, en un tono de fastidio, como si el simple hecho me diera asco, con el tono ese que se usa para hablarle a un retrasado. Por tristeza para mi, que buscaba enfadarla, no dijo nada, pero se movió: enredó sus piernas a mi cadera, y sus brazos a mi cuello y me jaló con todas su fuerzas hacia su cuerpo. La sentí muy cerca, sentí el latido de su corazón y su transpiración a través de la ropa. La podía oler, oler su sudor y la piel de su cuello. Escuchaba su llanto, ya quedito, como disimulándolo, al lado de mi oreja, y escuchaba su respiración entrecortada y sus quejiditos esporádicos.

Entonces sucedió algo muy extraño. No sé bien cómo explicarlo, pero podría decirse que me fui en ella. Es decir, sentí que estaba más adentro de ella que antes, muy adentro. Luego comenzó a mover su pelvis, y me detuve por la sorpresa. Primero se restregó despacito, tallándome toda su vagina en el pene, con suavidad pero con firmeza, luego más rápido, luego bajaba de intensidad. Pero lo hacía con mucho cuidado, con muchas ganas, ganas de hacerme sentir bien, de que yo disfrutara. Entonces me dijo, con la voz extraña, ronca, y la nariz tapada, que me amaba. Yo alcancé a contestarle que ya me iba a venir. Con esa frase la desperté, me empujó fuera; yo también me salí, un poco fastidiado por la idea de terminar al aire con mi mano; pero en lugar de alejarse de la eyaculación inminente, volvió a lanzarse hundiendo todo mi pene en su boca, más cálida y húmeda que nunca, supongo que por el llanto. Fue uno de los mejores orgasmos de mi vida. La enjundia con que chupaba, esas mamadas firmes que me sacaron como un litro de semen, y el sentir cómo se lo tragaba con dificultad pero sin asco, fueron la gloria. Cuando pasó el orgasmo aun me daba algunas chupadas o lamiditas, hasta que la alejé de los hombros porque la sensibilidad comenzaba a lastimarme. Alcancé a vislumbrar como se relamía la boca para pasarse los restos del semen, y luego la vi limpiarse con el dorso de la mano. Luego ya no la quise ver, me puse a acomodarme la ropa.

Cuando me abroché el cinturón me senté un escalón debajo de ella, dándole la espalda. Por el sonido sé que se acomodó la ropa también. Ya no lloraba. Del pantalón saqué la cajetilla de cigarros.  Con ella le pegué en la rodilla, para invitarle y sentí cómo agarraba uno. Me estiré para tomar la lámpara y la apagué. Otra vez la total negrura. Prendí el encendedor y lo acerqué a donde supuse estaba su rostro. Se estiró un poco, lo suficiente para que el cigarro tocara la flama; pude ver su rímel corrido y su fea cara mojada. Luego prendí el mio y apague el encendedor.

martes, 13 de marzo de 2012

La verdad.

No puedo escribir: ya no estoy enamorado.

La inquisición de la escritura.


Me da pena escribir, me da miedo que me vean escribir. Me escondo en la oficina, me hago un ovillo y comienzo a teclear rápido, omitiendo errores e imprecisiones, alerta, a la espera de que alguien irrumpa y me descubra como quien descubre a otro masturbándose. Preparo coartadas estúpidas, ensayo pretextos, o de plano no escribo. Es la tortura de llevar una doble vida. ¿Por qué? Porque odio la pretensión, y escribir es un acto pretencioso. Porque escribir es un movimiento contra natura en la rutina diaria, es un acto de revolución y de necedad. ¿Qué puede valer la pena contarse como para dedicar tiempo a contarlo? Algo valioso. Pero el escrito no siempre tiene algo valioso que decir. En realidad, pocas veces lo tiene. Escribir es, en su mayoría, catarsis. Es la forma de mantenernos cuerdos los que no fuimos bendecidos con la indiferencia. Sólo por eso deberían dejarnos escribir a la luz del día, permitirnos salir de las cuevas y del exilio. Confío en que algún día, no lejano, los escritores, aficionados o profesionales, dejemos de ser vistos como presumidos y seamos tratados como los enfermos mentales que somos. Quizás hasta nos reserven estacionamientos.

lunes, 12 de marzo de 2012

La Escondida.


Hay en la ciudad, en una de esas calles intransitadas que llevan a ningún lado, una cantina llamada, con ironía, La Escondida. Es una construcción estrecha de dos pisos; su fachada podría ser la de una casa normal, salvo el letrero luminoso con el nombre del establecimiento y el logotipo de una marca de cerveza. El edificio y todo su mobiliario son viejísimos. Si entramos, atravesando primero la protección metálica cubierta de óxido y moho, y luego la puerta de madera podrida, podremos observar un cuarto pequeño de azulejos amarillos. Alrededor de la habitación hay un mundo de cartones, decenas, quizás cientos de ellos, repletos de botellas vacías, polvo y mugre.  De entre el caos sobresalen tres refrigeradores que dejan ver un interior repleto de cerveza; y en medio, en lo que podría tratarse de un claro o un oasis patético, hay una mesa de aluminio, picada y quebradiza, con cuatro sillas de plástico. Al fondo, en una esquina, hay un pequeño altar con flores, una veladora y una figura de la santa muerte. Debajo se encuentra una puerta de la que salen música y risas. Si entráramos veríamos un cuarto más espacioso y menos desordenado que el primero, además de tener más mesas, un acceso a los baños, algunas cantineras y algunos clientes que, a pesar de lo prematuro de la tarde, se encuentran en un estado de suma excitación.

Pero no iremos hasta allá. En el primer cuarto, en el oasis que mencionamos, están una mujer y un hombre sentados cara a cara. Tienen unas cervezas destapadas y algunas botellas vacías desparramadas por la mesa. La mujer debe tener casi treinta años, pero se ve más vieja y cansada. Es pequeña, gorda y morena, muy morena. Tiene la cara hinchada, y flácido todo el cuerpo. Usa el cabello corto, en un estilo casi varonil, y lo tiene teñido de rubio. Viste un diminuto short de mezclilla que resalta sus piernas y su celulitis, una blusa de tirantes por la que se desbordan sus senos negros, y unas chanclas entre las que nadan sus dedos sucios y oscuros. El hombre es un poco mayor, apenas pasados los treinta. Es delgado pero tiene una barriga prominente, su piel es más clara que la de la mujer, y usa un bigote delgado que le da un aire de tonto. Usa un pantalón de vestir azul, unos tenis blancos casi desintegrados por el uso, una playera con el resorte vencido y con rastros apenas visibles de lo que alguna vez fue un estampado, y una gorra de camionero con la visera para atrás. La mujer está inclinada hacia la mesa y con su mano izquierda juega el cuello de una botella, el hombre está recostado sobre la silla, con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos, y está fumando.

Te lo contaré como me lo contó mi madre, dice ella sin mirar al hombre que la observa con dureza, porque es la única forma en la que me la sé. Ella empezó a vivir con mi papá cuando nació mi hermano el mayor, vivían en una casa que la mamá de mi mamá les había prestado allá por el rumbo de la Oriente. Mi papá nunca tuvo trabajo, la verdad es que mi madrecita era la que hacía todo. Se dedicaba a lavar ajeno, a trabajar en casas, a veces hacía gelatinas o cosas así para que nos fuéramos a vender, pero lo que es mi papá nunca hizo ni madres. Era bien huevón el viejo. Y además vicioso, le gustaba mucho tomar y las mujeres. También se metía otras cosas, a veces cosas ya más fuertes, y todos lo sabíamos pero como mi mamá le tenía miedo porque le pegaba sus chingadazos, pues nunca dijimos nada. Y aparte que a nosotros nunca nos tocó, allá era mi madre la que le tocaba aguantarlo. Yo creo lo amaba mucho o le temía mucho o las dos cosas. Sabrá dios. Pero por la época en que mi hermano cumplió dos años, y yo todavía no nacía, mi papá comenzó a juntarse con otro señor que conoció en el vicio y que luego llevaba a la casa. Eran igualitos, yo creo por eso se llevaron tanto. Primero el señor namás pasaba por mi papá, pero ya luego comenzó a ir a la casa y había veces que se quedaba a dormir en la sala o ya en el piso si andaban muy pedos. Luego dice mi mamá que la cosa se puso cabrona porque el otro señor tampoco tenía ni trabajo ni dinero y ella tuvo que empezar a trabajar para los dos. Luego, una noche, el señor se intentó propasar con mi mamá cuando dormía, y pues le intentó meter mano y cuando mi mamá gritó, mi papá en lugar de defenderla le empezó a decir que cogiera con su compadre, porque ya a esas alturas hasta compadres se creían, y que cogiera con él porque le decía que era como si cogiera consigo mismo. Pero mi madre no quiso, y luego entre los dos que la empiezan a madrear y a encuerar y ya se la iban a coger yo creo los dos, cuando llegó mi abuela, que vivía atrás y había escuchado el desmadre, y llegó con los hermanos de mi mamá y pues ya no le hicieron nada. Ya después de eso, mi papá dejaba de ir a veces semanas a la casa. Andaba en el puro viaje y cuando iba namás era a recoger dinero o a pues cogerse a mi mamá. Hasta que una vez que se le muere el compadre, no sé si en una peda o en una pelea o de plano de tanta porquería que se metían los atascados, pero total que se le peló. Y mi mamá se enteró pero mi papá ni sus luces, namás no iba y no iba. Y ya luego que aparece una noche, bien pedo y metiéndose soda ai mero en la sala de la casa, y que comienza a madrear a mi mamá, le pegaba y le decía que por su culpa, que era culpa suya que se hubiera muerto su compadre, y que mejor se hubiera muerto ella y no él. A punta de vergazos se la llevó al cuarto. Ya ahí la tiró, le arrancó la ropa y que se la deja ir. Y dice mi mamá que mientras se la cogía se puso a llorar el muy puto, y a decir el nombre del compadre, y para mi que eran mayates porque luego me contó mi abuela que hasta por la cola se chingó a mi mamá el cabrón, porque luego ai andaba que le salieron unas como bolas en el recto y un pinche desmadre. La cosa es que ya sacando cuentas, dice mi mamá que esa noche fue cuando me concebió.  O sea que yo nací fruto de esa violación, ¿ves?

La mujer hace una pausa y prende un cigarro. El hombre da un trago a la cerveza.  La mujer continúa. Yo creo… te cuento esto porque ahora estoy aquí. He pasado muchas cosas malas y buenas, pero ahora estoy aquí, en este local. Sé cómo me mira la gente allá afuera, sé lo que dicen de mi y lo que piensan. No quiero justificarme por andar de puta. Si te lo cuento es porque tengo miedo. Porque me pregunto si el pecado se hereda. Porque…  Pues no sé por qué, si tú ni oyes. Un día de estos un puto loco me va a meter un tiro o algo y ya está. Estaré frente a dios y ni sé qué le voy a decir. Ni sé si tengo algo que decirle. Por eso no tengo hijos, aparte que ni puedo tenerlos. Porque yo creo que es mejor que esto termine aquí conmigo que ya estoy acostumbrada y que la verdad hasta me gusta. Porque me gusta, porque toda esta chingadera me gusta. Porque, puta madre, ¿a qué infierno manda dios a los que ya estuvieron en él? No, mijo, ya de aquí sólo puede esperarme la nada. Así que vente, papacito, mejor vamos a bailar.

La mujer se levanta de golpe, sobresaltando al hombre, y lo jala de una mano para que se levante. El hombre sonríe y se pega al cuerpo de la mujer, recargando con malicia los genitales en su vientre. Luego le agarra las nalgas como si esa fuera la posición correcta de baile, y comienza a estrujárselas. La mujer lo arrastra a dar vueltas, pero no tienen ritmo ni sincronía. Sólo giran ahí, y se ríen.

domingo, 11 de marzo de 2012

Fragmento.


Recordaba el día de su llegada por dos episodios curiosos. El primero sucedió en el viaje justo antes del inicio de clases. Había estado lloviendo todo el camino y el autobús avanzaba lento por la carretera. A su lado venía un viejo, de esos de piel flácida y barriga hinchada por parásitos, pero que vestía muy formal y se veía limpio. Había estado celebrando todos los chistes de la película que proyectaban; luego pareció perder interés y comenzó a moverse inquieto en su asiento, mirando de vez en cuando hacia la ventanilla y amenazando con iniciar una conversación. A Héctor no le agradaba venir encerrado, siempre prefería pedir pasillo, pero había comprado su boleto demasiado tarde y no tuvo opción mas que conformarse. Ahora se lamentaba no haber esperado otra salida, el viejo estaba a punto de hablarle.
¿Vas hasta Tampico o bajas antes?
Hasta Tampico.
Ah, muy bien, muchachito. Me imagino que a estudiar. Yo también estudié ahí. ¿Ya estás listo?
Pues sí. Traigo la mayoría de mi ropa, y ya conseguí dónde llegar.
No me refiero a eso. Te pregunto si ya estás listo para lo que viene. Aunque nunca nadie está listo. A ninguna edad, menos a la tuya.
Aun no soy mayor de edad, pero dicen que soy muy maduro. Y planeo echarle ganas a la escuela, de hecho…
¿Eres religioso?
¿Cómo? No. Bueno, no soy de ninguna religión, pero sí creo en Dios. Digamos que soy creyente.
Ya veo. Y dices bien. Creer. Pero vas a necesitar más que creer allá a donde vas. No se trata sólo de fe. Aunque claro que la fe te va a ayudar.
Sí, supongo. Pero Héctor no entendía muy bien.
El viejo dejó de mirarlo y fijó la vista enfrente. Ese es el problema con las religiones, desde mi punto de vista, continuó, están demasiado basadas en la fe. Que si la fe esto, que si la fe aquello. Se la pasan peleando por lo que hizo o no Cristo, por lo que dijo o no Dios, por lo que se profetizó, por lo que se prometió… Ellos dicen que la fe sin obras está muerta, pero ¿qué hay de las obras sin fe? Nunca nadie dice nada sobre esto.
Como no sabía qué contestar, Héctor se limitó a decir que sí con la cabeza y a poner una mirada de reflexión profunda o de estar comprendiendo una revelación.
Luego el viejo lo volvió a ver. ¿No me vas a preguntar?
¿A preguntar? ¿A preguntar qué?
De qué se trata. Si no se trata de fe entonces de qué se trata.
La verdad es que no le entiendo muy bien, yo prefiero no hablar de religión ni de política porque uno termina siempre peleando y no se llega a nada. Había abogado a lo más bajo, al argumento más trillado, pero estaba desesperado. Sólo quería sacar sus audífonos y sustraerse del viaje un rato.
El viejo sonrió. Esa pudo ser tu última oportunidad para saberlo, pero tienes razón. A tu edad estas cosas… De todas maneras te enterarás, y será tarde.
Como la última frase fue dicha con un dejo de dramatismo, Héctor aprovecho para dar por cerrada la conversación. Se quedaron en silencio un rato y luego el viejo comenzó a roncar mientras Héctor se ponía sus audífonos. Cuando se acercaban a Tampico, el viejo pasó al baño y cuando comenzaron a descender aun no salía, de manera que no se despidieron nunca; y aunque el episodio le provocaba gracia cuando lo recordaba, lo cierto es que nunca pudo olvidarlo y muchas veces estuvo pensando en ello, deseando encontrarse con el señor para pedir perdón porque, sin saber de qué manera y en qué momento, sentía que lo había ofendido. Era como si lo hubieran intentado ayudar y él lo hubiera rechazado.

El segundo episodio había sido un sueño. En él, se encontraba con otras dos personas sentado alrededor de una mesa en una playa vacía. La mesa era de esas blancas de renta, y estaban sentados sin verse pero viendo el mar, mientras bebían cervezas y comían cocteles de camarón. Una de las personas que lo acompañaban era Cristian, un amigo que había conocido en un taller de cómics mucho tiempo atrás y que era mayor que él por ocho años. Este Cristian le había enseñado mucho sobre música, tenía mucha cultura y sabía sobre cine todo lo que había que saber. Además se vestía al estilo grunge a pesar de hallarse en desuso. Estuvieron juntos todo un verano y después Cristian se había ido al DF a estudiar pero se frecuentaban durante las vacaciones o a través de internet. Luego, un día de mayo, Cristian se suicidó.
El otro tipo era un desconocido. Parecía un borracho. Era mayor, tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos. Usaba una playera blanca tan deslavada que parecía transparente, y un pantalón de vestir verde. Andaba descalzo.
En el sueño, Cristian contaba cómo había conocido a Kurt Cobain en el más allá, mientras Héctor lo embromaba sobre la música mediocre que había compuesto. Luego se callaban un momento y Cristian le decía:
Tú y yo somos como este tipo, y señalaba con un movimiento de cabeza al hombre de blanco, ya no existimos en esta época porque pertenecemos a otra. ¿Ya viste mi ropa? Y le mostraba unos pantalones descosidos y una playera negra de los Pixies.
 ¿Y ese quién es? Preguntaba Héctor, aprovechando que el tipo parecía dormitar.
Ese, es el último revolucionario del mundo. El último revolucionario. Y tenemos el privilegio de estar aquí, acompañándolo mientras bebe.
Héctor sonrió y dijo: Yo no soy tan viejo como ustedes. Me llevas ocho años por si no recuerdas.
No me refiero a eso, Héctor. Me refiero a lo que somos. Él es un fracasado, yo también lo soy, y tú también lo serás; pero nuestros fracasos son diferentes porque ocurrieron en momentos diferentes. Somos los representantes de tres generaciones. Ahora tú eres el más joven, pero pronto habrá alguien menor.
Pronto, ¿Cuándo?
Y Cristian levantaba los hombros.
¿Y en qué hemos fracasado?
En la herencia. Fracasamos porque no heredamos lo que debimos. Todos fracasarán. Yo por eso… Y se estiraba la playera para mostrarle las marcas amoratadas que había dejado el cable de luz en su cuello.
Luego se despertó.