Me da pena escribir, me da miedo que me vean escribir. Me
escondo en la oficina, me hago un ovillo y comienzo a teclear rápido, omitiendo
errores e imprecisiones, alerta, a la espera de que alguien irrumpa y me
descubra como quien descubre a otro masturbándose. Preparo coartadas estúpidas,
ensayo pretextos, o de plano no escribo. Es la tortura de llevar una doble
vida. ¿Por qué? Porque odio la pretensión, y escribir es un acto pretencioso.
Porque escribir es un movimiento contra natura en la rutina diaria, es un acto
de revolución y de necedad. ¿Qué puede valer la pena contarse como para dedicar
tiempo a contarlo? Algo valioso. Pero el escrito no siempre tiene algo valioso
que decir. En realidad, pocas veces lo tiene. Escribir es, en su mayoría, catarsis.
Es la forma de mantenernos cuerdos los que no fuimos bendecidos con la
indiferencia. Sólo por eso deberían dejarnos escribir a
la luz del día, permitirnos salir de las cuevas y del exilio. Confío en que algún
día, no lejano, los escritores, aficionados o profesionales, dejemos de ser
vistos como presumidos y seamos tratados como los enfermos mentales que
somos. Quizás hasta nos reserven estacionamientos.
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