viernes, 23 de marzo de 2012

Fragmento 2


En una de esas nos pareció buena idea ir al Naturista, un hospital que se encuentra en la playa, cerca de la orilla, y, según dicen, por las noches se aparece el fantasma de una enfermera a la que llaman ‘La Quemada’, aunque no sé por qué el apodo. La cosa es que Arturo Arango pidió la camioneta a sus padres, una Durango nuevecita, de lujo, que nos daba la oportunidad de invitar más personas. Héctor, como siempre, invitó a Ana; a Arturo y a mi la idea nos chocaba, pero nos aguantamos porque el Héctor es camarada. Yo no invité a nadie porque no tenía ganas y porque Arturo me dijo que invitaría a Giovanna Gil, que a su vez invitaría a Susana Rosales, una muchacha un poco más joven que estaba enamoradísima de mi. Incluso se podría decir que intentaba ligarme: me coqueteaba, me invitaba a salir y me procuraba demasiado; pero no tenía mucha cultura, ni era muy brillante, diferíamos en casi todo, desde gustos hasta ideas, y físicamente tampoco era mi tipo. No es que fuera fea, pero tenía su quijada demasiado cuadrada, no tenía nada de nalgas y tenía un poco de pancita. Como sea, sus pechos eran grandes aunque algo aguados, y pues sí pasaba un poco. Además me evitaría estar haciendo mal tercio con las demás parejas.

La noche que elegimos fue perfecta para la excursión: despejada y fresca. Cargamos una hielera con cervezas y algunas botellas de agua, compramos botana y cigarros, y después pasamos por las chicas. Ana, para variar, tardó horas en salir y cuando lo hizo traía puestos unos trapos de esos jipis, autóctonos, feísimos. Luego fuimos por Giovanna y Susana que ya estaban listas. Y luego nos fuimos al hospital.

Cuando llegamos, atravesando un breve camino de arena, el lugar estaba vacío. Al menos en apariencia. La construcción era más grande de lo que creía y su fachada daba al mar. Era un edificio de tres pisos en forma de L con una piscina vacía en el espacio de la escuadra. No sé dónde estaba la entrada porque, a pesar de la luz de la luna y las estrellas, el lugar estaba horriblemente oscuro. Hasta donde daban las luces de la camioneta se podían apreciar pintas de bandas y el deterioro general del inmueble, pero más allá todo se perdía en la negrura y sólo se alcanzaba a adivinar la forma de las cosas.

Abrimos la cajuela y nos pusimos a beber alrededor de la camioneta, como para agarrar valor y también porque era muy temprano. Héctor y Ana se pusieron a discutir a los pocos minutos, costumbre que aplicaban hasta en los lugares más increíbles. Los demás nos quedamos platicando. En algún punto de la conversación Arturo y Giovanna se sustrajeron y comenzaron a cuchichear entre ellos: andaban quedando. Así que estaba yo, y Susana; yo de pie, ella sentada en la cajuela.
- Y qué onda, ¿por qué ya no te dejas ver?
Sabía que lo primero sería un reclamo: ese reclamo. Y era verdad, me había estado haciendo el desaparecido porque la verdad me daba hueva verla.
-Es que he andado algo ocupado, ando ayudándole a mi papá en las obras y ya llego todo madreado a la casa. Pero luego te veo conectada.
-Ai, pero no es lo mismo, y luego ni me contestas los mensajes. Ya hasta siento que te acoso. Si no me quieres hablar pues mejor dime, no me voy a ofender ni nada.
Lo dijo en un tono como insinuando una falta de hombría, como si no tuviera el valor para mandarla a la chingada; pero en eso también se equivocaba: no quería cerrar la oportunidad de cogérmela por si algún día se me antojaba, y bueno, también me daba flojera tener una plática seria con ella. Porque, en realidad, no se podía tener ni siquiera una plática coherente con ella.
-Nombre, para nada, no me molestas.
-Pues pareciera. Yo siempre te ando buscando y todo, y tú nada. Muy a fuerzas me contestas los mensajes y en el facebook me saludas cuando quieres. O de plano no te gusto, o te pegan.
-¿Quién me va a pegar? No tengo quien me pegue. En facebook sí te saludo, de hecho apenas el fin que estabas en casa de tu hermana platicamos.
-¿Platicamos? No manches, te desconectaste bien rápido, ni nos dijimos nada. Yo quería poner la cámara para que mi hermana te conociera y tú ya ni estabas conectado. Pero te presenté por foto, y me dijo que le caíste bien.
-Creo que falló el internet, no recuerdo, pero dile que a mi también me cayó bien.
-¿Cómo te va a caer bien? Si ni platicaron, te digo que sólo vio tu foto.
-Era un chiste… olvídalo. Pásame un cigarro.
Pasó algo muy extraño. Susana traía una blusa blanca, de esas con tirantes delgaditos y que se pegan al cuerpo. Cuando se agachó a un costado, pude ver sus pechos que se resaltaron con el movimiento. Luego miré su piel, su brazo y la forma en que éste se unía con su seno, grandísimo, flácido. Me dieron unas ganas terribles de cogérmela, de lamerla toda, de penetrarla por todas partes. Y sabía que podía hacerlo.
-Toma.
-Gracias. Saqué el encendedor, y me puse a fumar mirando el cielo, expulsando el humo como si lo disfrutara mucho. La verdad no se me ocurría qué decir. Arturo acudió al rescate.
-Yo digo que entremos de una vez antes de ponernos pedos. Luego ni vamos a poder salir.
Pensé que era un pretexto para quedarse con Giovanna a solas, y el pretexto me cayó perfecto también. Acordamos que iríamos en parejas. A estas alturas Arturo ya era consciente del plan, y las muchachas también. Héctor y Ana seguían alegando. La verdad es que nos preocupaban poco, siempre era lo mismo.

Arturo y Giovanna entrarían por la puerta principal, Susana y yo por la trasera, así que tuvimos que rodear el edificio hasta la parte de la alberca seca, mientras los otros dos se iban a la fachada. Llevábamos las lámparas, pero antes de entrar le dije a Susana que nos tomáramos de las manos para no perdernos. Un poco con maña y otro poco porque sentí de miedo. Tiré el cigarro. Estaba oscuro como la chingada. Comenzamos a recorrer los pasillos. Olía a humedad y a heces, había pintas en las paredes, también había mucho polvo y basura. Íbamos muy lento, no quería toparme con algún mariguano. Empecé a enfilar hacia la azotea, esperando que Arturo no tuviera la misma idea.

Creo que sólo subimos al primer piso, y empezábamos las escaleras para el siguiente cuando jalé a Susana. La besé. Sabía rico, su labial era de manzana. Cuando vio que no sólo era un beso, que iba para largo, se subió un escalón más buscando poder besarnos a gusto. Estuvimos así un rato, jugando con la saliva y la lengua, luego, desde su cintura, moví mis manos hacía su espalda, luego un poco más abajo, hasta donde empezaban las nalgas. Me daba un poco de temor que me rechazara, pero como no lo hizo bajé bien las manos y comencé a estrujarle el trasero con fuerza. Después alternaba entre sus pechos, su trasero, su cuerpo y toda ella. Comenzamos a mordernos los labios, metía las manos bajo su blusa y por el resorte de su falda, acariciándola sobre su calzón, a veces por debajo de él. Estuve así, tallándola, explorándola. Liberé sus senos, jugué con sus pezones duros y sentí una erección. La recliné sobre las escaleras, subí su falda hacia la cintura y deslicé mi mano por toda su pierna buscando en medio de los muslos hasta sentir el calor y la humedad. Le bajé el calzón, me desabroché el cinturón y me bajé el pantalón. Se la metí sin protección porque no traía, y aunque hubiera traído igual se la hubiera metido así. Batallé un poquito porque no estaba tan húmeda, pero luego entré a fondo, a pesar de que me empujaba con sus manos. Supongo que debió dolerle pero se aguantó. Comencé a moverme, las escaleras no eran nada cómodas, pero podía ignorarlas con concentración.

Cuando me entumí, que fue más rápido por la incomodidad, la agarré por las corvas y empujé sus piernas hacia su pecho, logrando que levantara su cadera para penetrarla bien. Supongo que debió dolerle un poco la espalda, o al menos molestarle, el filo de los escalones se le encajaba. Pero no se quejó, y seguí así. Estuvo muy bien: se sentía muy estrecha, más que cualquier mujer que haya probado; incluso pensé que quizás era falta de lubricación, pero no, de verdad estaba estrechísima. Me puse a juguetear, ya saben, le metía sólo la cabeza, luego se la dejaba ir, otro rato sólo la mitad, luego la cabeza, luego se la dejaba ir, y así; cuando escuché que lloraba. No alcanzaba a verle muy bien la cara, a pesar de que la lámpara (que en el desmadre había quedado en el piso, unos escalones abajo) ayudaba a romper la oscuridad. Le pregunté si la estaba lastimando (temí que fuera su espalda). Me dijo que no, que no era eso. Que era otra cosa. Comprendí que debía ser una tontería o algo así, y sentí mucho coraje. No sé por qué. Me enojé con ella, lo estropeaba todo. Me dieron ganas de pegarle y decirle que era estúpida, que no entendía nada, que no tenía chiste y que estaba fea.  Pero no lo hice, prefería seguir metiéndosela, con odio, con furia, buscando lastimarla. Pero no se quejaba, sólo lloraba y aspiraba mocos de vez en cuando. Pensé en detenerme, pero estaba tan enojado con ella que pensé que lo menos que podía hacer era aguantarse y dejarme terminar. Le di otro rato hasta que de la nada me dijo, entre llanto, que le avisara cuando fuera a venirme. Era el colmo, pero me controlé. Le dije que obviamente no pensaba eyacular adentro. Se lo dije con saña, en un tono de fastidio, como si el simple hecho me diera asco, con el tono ese que se usa para hablarle a un retrasado. Por tristeza para mi, que buscaba enfadarla, no dijo nada, pero se movió: enredó sus piernas a mi cadera, y sus brazos a mi cuello y me jaló con todas su fuerzas hacia su cuerpo. La sentí muy cerca, sentí el latido de su corazón y su transpiración a través de la ropa. La podía oler, oler su sudor y la piel de su cuello. Escuchaba su llanto, ya quedito, como disimulándolo, al lado de mi oreja, y escuchaba su respiración entrecortada y sus quejiditos esporádicos.

Entonces sucedió algo muy extraño. No sé bien cómo explicarlo, pero podría decirse que me fui en ella. Es decir, sentí que estaba más adentro de ella que antes, muy adentro. Luego comenzó a mover su pelvis, y me detuve por la sorpresa. Primero se restregó despacito, tallándome toda su vagina en el pene, con suavidad pero con firmeza, luego más rápido, luego bajaba de intensidad. Pero lo hacía con mucho cuidado, con muchas ganas, ganas de hacerme sentir bien, de que yo disfrutara. Entonces me dijo, con la voz extraña, ronca, y la nariz tapada, que me amaba. Yo alcancé a contestarle que ya me iba a venir. Con esa frase la desperté, me empujó fuera; yo también me salí, un poco fastidiado por la idea de terminar al aire con mi mano; pero en lugar de alejarse de la eyaculación inminente, volvió a lanzarse hundiendo todo mi pene en su boca, más cálida y húmeda que nunca, supongo que por el llanto. Fue uno de los mejores orgasmos de mi vida. La enjundia con que chupaba, esas mamadas firmes que me sacaron como un litro de semen, y el sentir cómo se lo tragaba con dificultad pero sin asco, fueron la gloria. Cuando pasó el orgasmo aun me daba algunas chupadas o lamiditas, hasta que la alejé de los hombros porque la sensibilidad comenzaba a lastimarme. Alcancé a vislumbrar como se relamía la boca para pasarse los restos del semen, y luego la vi limpiarse con el dorso de la mano. Luego ya no la quise ver, me puse a acomodarme la ropa.

Cuando me abroché el cinturón me senté un escalón debajo de ella, dándole la espalda. Por el sonido sé que se acomodó la ropa también. Ya no lloraba. Del pantalón saqué la cajetilla de cigarros.  Con ella le pegué en la rodilla, para invitarle y sentí cómo agarraba uno. Me estiré para tomar la lámpara y la apagué. Otra vez la total negrura. Prendí el encendedor y lo acerqué a donde supuse estaba su rostro. Se estiró un poco, lo suficiente para que el cigarro tocara la flama; pude ver su rímel corrido y su fea cara mojada. Luego prendí el mio y apague el encendedor.

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