domingo, 11 de marzo de 2012

Fragmento.


Recordaba el día de su llegada por dos episodios curiosos. El primero sucedió en el viaje justo antes del inicio de clases. Había estado lloviendo todo el camino y el autobús avanzaba lento por la carretera. A su lado venía un viejo, de esos de piel flácida y barriga hinchada por parásitos, pero que vestía muy formal y se veía limpio. Había estado celebrando todos los chistes de la película que proyectaban; luego pareció perder interés y comenzó a moverse inquieto en su asiento, mirando de vez en cuando hacia la ventanilla y amenazando con iniciar una conversación. A Héctor no le agradaba venir encerrado, siempre prefería pedir pasillo, pero había comprado su boleto demasiado tarde y no tuvo opción mas que conformarse. Ahora se lamentaba no haber esperado otra salida, el viejo estaba a punto de hablarle.
¿Vas hasta Tampico o bajas antes?
Hasta Tampico.
Ah, muy bien, muchachito. Me imagino que a estudiar. Yo también estudié ahí. ¿Ya estás listo?
Pues sí. Traigo la mayoría de mi ropa, y ya conseguí dónde llegar.
No me refiero a eso. Te pregunto si ya estás listo para lo que viene. Aunque nunca nadie está listo. A ninguna edad, menos a la tuya.
Aun no soy mayor de edad, pero dicen que soy muy maduro. Y planeo echarle ganas a la escuela, de hecho…
¿Eres religioso?
¿Cómo? No. Bueno, no soy de ninguna religión, pero sí creo en Dios. Digamos que soy creyente.
Ya veo. Y dices bien. Creer. Pero vas a necesitar más que creer allá a donde vas. No se trata sólo de fe. Aunque claro que la fe te va a ayudar.
Sí, supongo. Pero Héctor no entendía muy bien.
El viejo dejó de mirarlo y fijó la vista enfrente. Ese es el problema con las religiones, desde mi punto de vista, continuó, están demasiado basadas en la fe. Que si la fe esto, que si la fe aquello. Se la pasan peleando por lo que hizo o no Cristo, por lo que dijo o no Dios, por lo que se profetizó, por lo que se prometió… Ellos dicen que la fe sin obras está muerta, pero ¿qué hay de las obras sin fe? Nunca nadie dice nada sobre esto.
Como no sabía qué contestar, Héctor se limitó a decir que sí con la cabeza y a poner una mirada de reflexión profunda o de estar comprendiendo una revelación.
Luego el viejo lo volvió a ver. ¿No me vas a preguntar?
¿A preguntar? ¿A preguntar qué?
De qué se trata. Si no se trata de fe entonces de qué se trata.
La verdad es que no le entiendo muy bien, yo prefiero no hablar de religión ni de política porque uno termina siempre peleando y no se llega a nada. Había abogado a lo más bajo, al argumento más trillado, pero estaba desesperado. Sólo quería sacar sus audífonos y sustraerse del viaje un rato.
El viejo sonrió. Esa pudo ser tu última oportunidad para saberlo, pero tienes razón. A tu edad estas cosas… De todas maneras te enterarás, y será tarde.
Como la última frase fue dicha con un dejo de dramatismo, Héctor aprovecho para dar por cerrada la conversación. Se quedaron en silencio un rato y luego el viejo comenzó a roncar mientras Héctor se ponía sus audífonos. Cuando se acercaban a Tampico, el viejo pasó al baño y cuando comenzaron a descender aun no salía, de manera que no se despidieron nunca; y aunque el episodio le provocaba gracia cuando lo recordaba, lo cierto es que nunca pudo olvidarlo y muchas veces estuvo pensando en ello, deseando encontrarse con el señor para pedir perdón porque, sin saber de qué manera y en qué momento, sentía que lo había ofendido. Era como si lo hubieran intentado ayudar y él lo hubiera rechazado.

El segundo episodio había sido un sueño. En él, se encontraba con otras dos personas sentado alrededor de una mesa en una playa vacía. La mesa era de esas blancas de renta, y estaban sentados sin verse pero viendo el mar, mientras bebían cervezas y comían cocteles de camarón. Una de las personas que lo acompañaban era Cristian, un amigo que había conocido en un taller de cómics mucho tiempo atrás y que era mayor que él por ocho años. Este Cristian le había enseñado mucho sobre música, tenía mucha cultura y sabía sobre cine todo lo que había que saber. Además se vestía al estilo grunge a pesar de hallarse en desuso. Estuvieron juntos todo un verano y después Cristian se había ido al DF a estudiar pero se frecuentaban durante las vacaciones o a través de internet. Luego, un día de mayo, Cristian se suicidó.
El otro tipo era un desconocido. Parecía un borracho. Era mayor, tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos. Usaba una playera blanca tan deslavada que parecía transparente, y un pantalón de vestir verde. Andaba descalzo.
En el sueño, Cristian contaba cómo había conocido a Kurt Cobain en el más allá, mientras Héctor lo embromaba sobre la música mediocre que había compuesto. Luego se callaban un momento y Cristian le decía:
Tú y yo somos como este tipo, y señalaba con un movimiento de cabeza al hombre de blanco, ya no existimos en esta época porque pertenecemos a otra. ¿Ya viste mi ropa? Y le mostraba unos pantalones descosidos y una playera negra de los Pixies.
 ¿Y ese quién es? Preguntaba Héctor, aprovechando que el tipo parecía dormitar.
Ese, es el último revolucionario del mundo. El último revolucionario. Y tenemos el privilegio de estar aquí, acompañándolo mientras bebe.
Héctor sonrió y dijo: Yo no soy tan viejo como ustedes. Me llevas ocho años por si no recuerdas.
No me refiero a eso, Héctor. Me refiero a lo que somos. Él es un fracasado, yo también lo soy, y tú también lo serás; pero nuestros fracasos son diferentes porque ocurrieron en momentos diferentes. Somos los representantes de tres generaciones. Ahora tú eres el más joven, pero pronto habrá alguien menor.
Pronto, ¿Cuándo?
Y Cristian levantaba los hombros.
¿Y en qué hemos fracasado?
En la herencia. Fracasamos porque no heredamos lo que debimos. Todos fracasarán. Yo por eso… Y se estiraba la playera para mostrarle las marcas amoratadas que había dejado el cable de luz en su cuello.
Luego se despertó.

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