Me parece
curiosa la cantidad de simpatía y solidaridad que inspiran Hiroshima y
Nagasaki. No me molesta ni considero erróneo que la gente tome los bombardeos
nucleares como emblemas de los movimientos pacifistas o antinucleares. Me
parece encomiable que la gente persiga tales fines. Pero no deja de ser
curioso, al menos para mí, que sean esos, y no otros, los eventos que generan
tal repudio armamentista y militar.
Las bombas
nucleares representan para muchos la síntesis de la naturaleza humana, la
máxima y última expresión de su sed de violencia y sus ansias autodestructivas.
Quizás lo sean. Pero es ingenuo y hasta optimista pensar que las bombas
atómicas representan el inicio de una era en que el hombre puede, en efecto,
destruirse a sí mismo. En realidad, en cualquier momento pudimos haberlo hecho.
Aunque no tan rápido. También es ingenuo pensar que representan una amenaza
seria para la naturaleza: nada que haga el hombre podrá repercutir en ella por
la eternidad. Es cuestión de tiempo para que todo lo que hagamos sea borrado y
para que cualquier rastro nuestro, positivo o negativo, sea sanado, y tiempo le
sobra a la naturaleza.
Las
explosiones nucleares representan, también, un genocidio no castigado, un
ataque brutal a cientos de miles de civiles inocentes, y no entiendo muy bien
quién decide qué cifras son alarmantes o quiénes son inocentes. ¿Si las bombas
hubieran caído sobre trescientos mil soldados y no sobre trescientos mil
civiles, hubiera sido más aceptable? ¿Es menos conmemorable el millón de civiles
rusos muertos en la batalla de Stalingrado que el cuarto de millón de Hiroshima
y Nagasaki? ¿Eran ese cuarto de millón de japoneses más inocentes que el cuarto
de millón de civiles chinos que exterminó el Ejército Imperial Japonés durante
la masacre de Nankín? Si en lugar de soltar las bombas Estados Unidos hubiera
continuado la batalla como la había estado llevando, ¿hoy pensaríamos que los
cientos o miles de infantes de ambos bandos que hubieran muerto lo tendrían
merecido? ¿Quiénes merecían más morir?
La
humanidad siempre se ha sentido inclinada a la violencia. Ninguna forma de
asesinato o de tortura es nueva, sino que se ha venido usando desde que tuvimos
conciencia. Siempre hemos estado a la merced de la locura de nuestros
semejantes. Pero creo que nunca como en nuestros tiempos hemos tenido tanto
miedo a la sangre. Nuestras generaciones ya no tienen los valores que en otros
tiempos nos hacían sobreponernos al miedo a la muerte o al dolor. Cada vez las
peleas y las guerras pierden más su sentido y sólo nos queda ese temor a no
tener el control sobre nuestra vida, aunque en realidad nunca lo hayamos tenido
y morir en el potro de la inquisición o consumido por el fuego de una bomba
atómica sean lo mismo.
Hiroshima y
Nagasaki me conmueve igual que me conmueve cualquier otro acto de agresión, sus
víctimas me inspiran la misma simpatía y solidaridad que cualquieras otras y no
podría juzgarlas ni a ellas ni a sus ejecutores en términos de correcto o
incorrecto, de bueno o malo. Nuestra historia ya no permite ese tipo de juicios.
Al final no hay nada que vengar y nada que castigar, y quienes mejor lo saben
son las propias víctimas del bombardeo. La violencia debe detenerse e Hiroshima
y Nagasaki no son eventos aislados sino que deben sumarse a los demás eventos
que nos tiene la historia igual de trágicos y memorables y que forman los
alaridos agónicos de una humanidad que desea con todas sus fuerzas matarse
aunque le dé tanto miedo hacerlo.
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