Siempre he
creído que los ambientalistas, los protectores de animales, los vegetarianos y
similares se mueven en el precipicio de los asuntos que se juzgan sin medias
tintas, arriesgándose a caer en la contradicción y la doble moral de unas
convicciones ideológicas tan radicales como insostenibles. Y no es que sus
esfuerzos y sus ideas me parezcan erróneos, al contrario, pero la forma tajante
de juzgar cualquier asunto relacionado con árboles y animales como “bueno” o
“malo” me parece que raya en lo fanático.
Todo esto a
propósito de la reciente prohibición de los circos con animales que han
adoptado algunos estados y ciudades de la república. Hay algo en el asunto que
no me sabe a victoria. Quien haya ido a un circo de pueblo sabe que los
espectáculos que se ofrecen no se acercan ni tantito a los que ofrecen, por
ejemplo, el Cirque du Soleil, circo cuyo nombre no puedo pronunciar en su
idioma original y al que nunca he ido gracias su primera y decisiva diferencia:
el precio. Por un boleto de seiscientos pesos yo me imagino que el espectáculo
es tan sorprendente como la aurora boreal (la cual, por cierto, es gratuita).
Pero los
circos de pueblo no son auroras boreales y quienes trabajan ahí hacen lo que
pueden con los medios que tienen. Y he visto circos lamentables, al borde del
fin, con carpas gastadísimas, remendadas y parchadas, con un personal tan
limitado que el trapecista es al mismo tiempo el domador, el payaso y el
vendedor de refrescos, y la taquillera es la contorsionista, la bailarina y la
vendedora de palomitas, todos ataviados en trajes viejos y descoloridos, y con
gradas tan usadas que uno se juega el físico al sentarse en ellas. Ni siquiera
concibo la vida que deben llevar, no imagino cómo es ser nómada en la pobreza
pero sospecho que no debe ser tan artístico, intelectual ni interesante como
los adolescentes acomodados piensan.
Por eso la
prohibición se me hace una victoria tan triste. Porque es una victoria
espejismo, es una victoria que no existe y no existe porque al final vuelven a
perder quienes no deberían. Los grandes imperios circenses continuarán vivos,
es cierto, pero vivas continuarán también la tauromaquia, las peleas de gallos,
las carreras de galgos y de caballos, y otros pasatiempos que relaciono con la
gente rica y que mi instinto paranoico sospecha son intocables por este mismo
motivo.
No dudo que
se maltrate a los animales en los circos. Pero tampoco dudo que haya circos en
los que no se les maltrate. Y las legislaciones en negativo (prohibiciones,
pues) no me parecen un avance, en especial cuando afectan tanto a justos como a
pecadores. Dicen los aferrados que una regulación en el uso de animales en el
circo sigue siendo insuficiente porque el animal seguiría en cautiverio,
argumento por demás extraño. También dicen que no usar animales potencia el
desarrollo de talentos humanos con los que el circo termina ofreciendo un mejor
espectáculo y por lo tanto ganado un mayor ingreso. Lo cual es similar a decir
que si me bajaran mi salario yo buscaría trabajar horas extras, potenciando mi
productividad.
El problema fue que nunca se dio la
oportunidad de opinar a quienes iban a ser afectados, ni de ofrecer
alternativas, ni de ofrecerles un beneficio a cambio de las perdidas, nada.
Todos opinaron, menos ellos. Ahora, los protectores de animales están
celebrando su triunfo y buscando nuevas legislaciones en las que expandir su
imperio de bondad y buenas intenciones. Lo cual me parece muy bien, pero en lo
que a mí respecta cualquier protector de animales es un falso desde el momento
que se lava las manos para eliminar microbios, y desde el momento que no dona
su cuerpo para que un virus como la viruela pueda volver a existir. Porque
ellos han juzgado los actos de todos los demás sin medias tintas, en términos
absolutos y por lo tanto, en honor a las sagradas escrituras, serán medidos con
la misma vara.
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