Creo que
los nuestros son los tiempos más difíciles para la literatura de terror. Es
decir, para escribirla. Me parece que nunca como hoy ha sido tan arduo para los
escritores despertar, en los lectores, un sentimiento de miedo o terror,
acostumbrados como estamos a lo explícito. La literatura ha tenido siempre una desventaja
frente al cine, en particular, cuando de espantar se trata. La tensión
ambiental surgida de la mezcla entre lo visual y lo sonoro es difícil de imitar
en un cuento o en una novela, y es difícil también para otros medios como el
cómic, o la música. Las películas de los últimos años se han vuelto más osadas
cuando se trata de incursionar en el terreno de lo gráfico, en la muestra
descarada de sangre y vísceras que poco a poco nos han ido insensibilizando
frente a lo que antes, incluso de forma velada, nos inundaba de miedo.
De igual
forma, la vida misma, la realidad, ha aportado lo suficiente para contribuir
con esa insensibilidad dificultando la labor del escritor. Y si además
agregamos el predominante pensamiento racional y científico de nuestros
tiempos, la agonía de los viejos sistemas religiosos, morales espirituales y de
valores, el escepticismo y el avance tecnológico, la labor del escritor raya en
lo imposible. ¿A qué podría temerle el hombre actual? Y, ¿qué podría aportarle
la literatura a ese miedo que no pudiera aportarlo de mejor manera el cine?
A través de
los tiempos, la literatura de terror se ha ido adaptando al miedo latente de
las personas, los escritores han descubierto en sus propios temores aquello que
aterroriza y sobrecoge, y han sabido contárnoslo con mucha dignidad. Desde
Edgar Allan Poe hasta Lovecraft, pasando por el temor a los muertos, a los
fantasmas, a la muerte, a terrores cósmicos, demoniacos, de cultos olvidados y
antiguos, pasando por el terror al despoblado, el terror de las zonas rurales
alejadas y abandonadas por la sociedad, los escritores han sabido echar mano de
las particularidades de sus tiempos y han descubierto verdaderos terrores,
miedos arraigados en lo profundo de la
mente y que no sólo se tratan de un sobresalto gratuito causado, casi siempre,
por un simple sonido de elevado volumen.
Hoy, la
literatura de terror se encuentra en un punto donde la revitalización no sólo
es posible sino necesaria. Está tan abotargada, frenada, atenazada, entre los
best sellers y el cine, que su mayor exponente literario, Stephen King, rara
vez escribe algo que no sea ciencia ficción o fantasía. El problema, en este
caso, no es la insensibilidad que comentaba, sino la falta de visión y de ideas
frescas, esa falta de adaptación que otros escritores tuvieron y que los
llevaron a trascender la historia clásica de terror para proponer y revelarnos
miedos que no sabíamos que existieran, al menos de forma consciente porque el
miedo y su detonante nunca dejan de ser una parte innata de nosotros.
Quizás
convendría echar una mirada al pasado, y quizás podamos encontrar nuestros
nuevos miedos en aquello que ya creíamos olvidados. Somos una generación con
una visión muy distinta sobre la muerte y el dolor físico, es cierto, pero
también somos una generación y un país que sigue creyendo en los horóscopos,
que hacemos de los astrólogos y adivinos estrellas de televisión e ídolos de
masas, somos un país atraída por el ocultismo, por la ouija y por los
curanderos, con una arraigada tradición de brujos, leyendas y ritos
prehispánicos.
Somos una
mina de oro para el terror.
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