En una de esas nos pareció buena idea ir al Naturista, un
hospital que se encuentra en la playa, cerca de la orilla, y, según dicen, por
las noches se aparece el fantasma de una enfermera a la que llaman ‘La Quemada’,
aunque no sé por qué el apodo. La cosa es que Arturo Arango pidió la camioneta
a sus padres, una Durango nuevecita, de lujo, que nos daba la oportunidad de
invitar más personas. Héctor, como siempre, invitó a Ana; a Arturo y a mi la
idea nos chocaba, pero nos aguantamos porque el Héctor es camarada. Yo no
invité a nadie porque no tenía ganas y porque Arturo me dijo que invitaría a
Giovanna Gil, que a su vez invitaría a Susana Rosales, una muchacha un poco más
joven que estaba enamoradísima de mi. Incluso se podría decir que intentaba
ligarme: me coqueteaba, me invitaba a salir y me procuraba demasiado; pero no tenía
mucha cultura, ni era muy brillante, diferíamos en casi todo, desde gustos
hasta ideas, y físicamente tampoco era mi tipo. No es que fuera fea, pero tenía
su quijada demasiado cuadrada, no tenía nada de nalgas y tenía un poco de
pancita. Como sea, sus pechos eran grandes aunque algo aguados, y pues sí
pasaba un poco. Además me evitaría estar haciendo mal tercio con las demás
parejas.
La noche que elegimos fue perfecta para la excursión:
despejada y fresca. Cargamos una hielera con cervezas y algunas botellas de
agua, compramos botana y cigarros, y después pasamos por las chicas. Ana, para
variar, tardó horas en salir y cuando lo hizo traía puestos unos trapos de esos
jipis, autóctonos, feísimos. Luego fuimos por Giovanna y Susana que ya estaban
listas. Y luego nos fuimos al hospital.
Cuando llegamos, atravesando un breve camino de arena, el
lugar estaba vacío. Al menos en apariencia. La construcción era más grande de lo
que creía y su fachada daba al mar. Era un edificio de tres pisos en forma de L
con una piscina vacía en el espacio de la escuadra. No sé dónde estaba la
entrada porque, a pesar de la luz de la luna y las estrellas, el lugar estaba
horriblemente oscuro. Hasta donde daban las luces de la camioneta se podían
apreciar pintas de bandas y el deterioro general del inmueble, pero más allá
todo se perdía en la negrura y sólo se alcanzaba a adivinar la forma de las
cosas.
Abrimos la cajuela y nos pusimos a beber alrededor de la
camioneta, como para agarrar valor y también porque era muy temprano. Héctor y
Ana se pusieron a discutir a los pocos minutos, costumbre que aplicaban hasta
en los lugares más increíbles. Los demás nos quedamos platicando. En algún
punto de la conversación Arturo y Giovanna se sustrajeron y comenzaron a cuchichear
entre ellos: andaban quedando. Así que estaba yo, y Susana; yo de pie, ella
sentada en la cajuela.
- Y qué onda, ¿por qué ya no te dejas ver?
Sabía que lo primero sería un reclamo: ese reclamo. Y era
verdad, me había estado haciendo el desaparecido porque la verdad me daba hueva
verla.
-Es que he andado algo ocupado, ando ayudándole a mi papá en
las obras y ya llego todo madreado a la casa. Pero luego te veo conectada.
-Ai, pero no es lo mismo, y luego ni me contestas los
mensajes. Ya hasta siento que te acoso. Si no me quieres hablar pues mejor
dime, no me voy a ofender ni nada.
Lo dijo en un tono como insinuando una falta de hombría,
como si no tuviera el valor para mandarla a la chingada; pero en eso también se
equivocaba: no quería cerrar la oportunidad de cogérmela por si algún día se me
antojaba, y bueno, también me daba flojera tener una plática seria con ella.
Porque, en realidad, no se podía tener ni siquiera una plática coherente con
ella.
-Nombre, para nada, no me molestas.
-Pues pareciera. Yo siempre te ando buscando y todo, y tú
nada. Muy a fuerzas me contestas los mensajes y en el facebook me saludas
cuando quieres. O de plano no te gusto, o te pegan.
-¿Quién me va a pegar? No tengo quien me pegue. En facebook
sí te saludo, de hecho apenas el fin que estabas en casa de tu hermana
platicamos.
-¿Platicamos? No manches, te desconectaste bien rápido, ni
nos dijimos nada. Yo quería poner la cámara para que mi hermana te conociera y tú
ya ni estabas conectado. Pero te presenté por foto, y me dijo que le caíste
bien.
-Creo que falló el internet, no recuerdo, pero dile que a mi
también me cayó bien.
-¿Cómo te va a caer bien? Si ni platicaron, te digo que sólo
vio tu foto.
-Era un chiste… olvídalo. Pásame un cigarro.
Pasó algo muy extraño. Susana traía una blusa blanca, de
esas con tirantes delgaditos y que se pegan al cuerpo. Cuando se agachó a un
costado, pude ver sus pechos que se resaltaron con el movimiento. Luego miré su
piel, su brazo y la forma en que éste se unía con su seno, grandísimo, flácido.
Me dieron unas ganas terribles de cogérmela, de lamerla toda, de penetrarla por
todas partes. Y sabía que podía hacerlo.
-Toma.
-Gracias. Saqué el encendedor, y me puse a fumar mirando el
cielo, expulsando el humo como si lo disfrutara mucho. La verdad no se me
ocurría qué decir. Arturo acudió al rescate.
-Yo digo que entremos de una vez antes de ponernos pedos.
Luego ni vamos a poder salir.
Pensé que era un pretexto para quedarse con Giovanna a
solas, y el pretexto me cayó perfecto también. Acordamos que iríamos en
parejas. A estas alturas Arturo ya era consciente del plan, y las muchachas
también. Héctor y Ana seguían alegando. La verdad es que nos preocupaban poco,
siempre era lo mismo.
Arturo y Giovanna entrarían por la puerta principal, Susana
y yo por la trasera, así que tuvimos que rodear el edificio hasta la parte de
la alberca seca, mientras los otros dos se iban a la fachada. Llevábamos las
lámparas, pero antes de entrar le dije a Susana que nos tomáramos de las manos
para no perdernos. Un poco con maña y otro poco porque sentí de miedo. Tiré el
cigarro. Estaba oscuro como la chingada. Comenzamos a recorrer los pasillos.
Olía a humedad y a heces, había pintas en las paredes, también había mucho
polvo y basura. Íbamos muy lento, no quería toparme con algún mariguano. Empecé
a enfilar hacia la azotea, esperando que Arturo no tuviera la misma idea.
Creo que sólo subimos al primer piso, y empezábamos las
escaleras para el siguiente cuando jalé a Susana. La besé. Sabía rico, su
labial era de manzana. Cuando vio que no sólo era un beso, que iba para largo,
se subió un escalón más buscando poder besarnos a gusto. Estuvimos así un rato,
jugando con la saliva y la lengua, luego, desde su cintura, moví mis manos
hacía su espalda, luego un poco más abajo, hasta donde empezaban las nalgas. Me
daba un poco de temor que me rechazara, pero como no lo hizo bajé bien las
manos y comencé a estrujarle el trasero con fuerza. Después alternaba entre sus
pechos, su trasero, su cuerpo y toda ella. Comenzamos a mordernos los labios,
metía las manos bajo su blusa y por el resorte de su falda, acariciándola sobre
su calzón, a veces por debajo de él. Estuve así, tallándola, explorándola.
Liberé sus senos, jugué con sus pezones duros y sentí una erección. La recliné
sobre las escaleras, subí su falda hacia la cintura y deslicé mi mano por toda
su pierna buscando en medio de los muslos hasta sentir el calor y la humedad. Le
bajé el calzón, me desabroché el cinturón y me bajé el pantalón. Se la metí sin
protección porque no traía, y aunque hubiera traído igual se la hubiera metido
así. Batallé un poquito porque no estaba tan húmeda, pero luego entré a fondo,
a pesar de que me empujaba con sus manos. Supongo que debió dolerle pero se
aguantó. Comencé a moverme, las escaleras no eran nada cómodas, pero podía
ignorarlas con concentración.
Cuando me entumí, que fue más rápido por la incomodidad, la
agarré por las corvas y empujé sus piernas hacia su pecho, logrando que
levantara su cadera para penetrarla bien. Supongo que debió dolerle un poco la
espalda, o al menos molestarle, el filo de los escalones se le encajaba. Pero
no se quejó, y seguí así. Estuvo muy bien: se sentía muy estrecha, más que
cualquier mujer que haya probado; incluso pensé que quizás era falta de
lubricación, pero no, de verdad estaba estrechísima. Me puse a juguetear, ya
saben, le metía sólo la cabeza, luego se la dejaba ir, otro rato sólo la mitad,
luego la cabeza, luego se la dejaba ir, y así; cuando escuché que lloraba. No
alcanzaba a verle muy bien la cara, a pesar de que la lámpara (que en el
desmadre había quedado en el piso, unos escalones abajo) ayudaba a romper la
oscuridad. Le pregunté si la estaba lastimando (temí que fuera su espalda). Me
dijo que no, que no era eso. Que era otra cosa. Comprendí que debía ser una
tontería o algo así, y sentí mucho coraje. No sé por qué. Me enojé con ella, lo
estropeaba todo. Me dieron ganas de pegarle y decirle que era estúpida, que no
entendía nada, que no tenía chiste y que estaba fea. Pero no lo hice, prefería seguir
metiéndosela, con odio, con furia, buscando lastimarla. Pero no se quejaba,
sólo lloraba y aspiraba mocos de vez en cuando. Pensé en detenerme, pero estaba
tan enojado con ella que pensé que lo menos que podía hacer era aguantarse y
dejarme terminar. Le di otro rato hasta que de la nada me dijo, entre llanto,
que le avisara cuando fuera a venirme. Era el colmo, pero me controlé. Le dije
que obviamente no pensaba eyacular adentro. Se lo dije con saña, en un tono de fastidio,
como si el simple hecho me diera asco, con el tono ese que se usa para hablarle
a un retrasado. Por tristeza para mi, que buscaba enfadarla, no dijo nada, pero
se movió: enredó sus piernas a mi cadera, y sus brazos a mi cuello y me jaló
con todas su fuerzas hacia su cuerpo. La sentí muy cerca, sentí el latido de su
corazón y su transpiración a través de la ropa. La podía oler, oler su sudor y
la piel de su cuello. Escuchaba su llanto, ya quedito, como disimulándolo, al
lado de mi oreja, y escuchaba su respiración entrecortada y sus quejiditos
esporádicos.
Entonces sucedió algo muy extraño. No sé bien cómo
explicarlo, pero podría decirse que me fui en ella. Es decir, sentí que estaba
más adentro de ella que antes, muy adentro. Luego comenzó a mover su pelvis, y
me detuve por la sorpresa. Primero se restregó despacito, tallándome toda su vagina en el pene, con suavidad pero con firmeza, luego más rápido, luego
bajaba de intensidad. Pero lo hacía con mucho cuidado, con muchas ganas, ganas
de hacerme sentir bien, de que yo disfrutara. Entonces me dijo, con la voz extraña,
ronca, y la nariz tapada, que me amaba. Yo alcancé a contestarle que ya me iba
a venir. Con esa frase la desperté, me empujó fuera; yo también me salí, un
poco fastidiado por la idea de terminar al aire con mi mano; pero en lugar de
alejarse de la eyaculación inminente, volvió a lanzarse hundiendo todo mi pene
en su boca, más cálida y húmeda que nunca, supongo que por el llanto. Fue uno
de los mejores orgasmos de mi vida. La enjundia con que chupaba, esas mamadas
firmes que me sacaron como un litro de semen, y el sentir cómo se lo tragaba
con dificultad pero sin asco, fueron la gloria. Cuando pasó el orgasmo aun me
daba algunas chupadas o lamiditas, hasta que la alejé de los hombros porque la
sensibilidad comenzaba a lastimarme. Alcancé a vislumbrar como se relamía la
boca para pasarse los restos del semen, y luego la vi limpiarse con el dorso de
la mano. Luego ya no la quise ver, me puse a acomodarme la ropa.
Cuando me abroché el cinturón me senté un escalón debajo de
ella, dándole la espalda. Por el sonido sé que se acomodó la ropa también. Ya
no lloraba. Del pantalón saqué la cajetilla de cigarros. Con ella le pegué en la rodilla, para
invitarle y sentí cómo agarraba uno. Me estiré para tomar la lámpara y la
apagué. Otra vez la total negrura. Prendí el encendedor y lo acerqué a donde
supuse estaba su rostro. Se estiró un poco, lo suficiente para que el cigarro
tocara la flama; pude ver su rímel corrido y su fea cara mojada. Luego prendí
el mio y apague el encendedor.