jueves, 30 de junio de 2011

El navío.

 Cierto mes de octubre me encontraba embarcado en un antiguo navío con un destino que mi memoria ha decidido olvidar. Llevaba al menos cuatro meses de travesía cuando los días cambiaron de manera abrupta, de mañanas soleadas y claras, a mañanas de densa bruma que hacían parecer el barco como un animal ciego y  moribundo que se arrastra por el mar buscando un lugar para morir; las tardes, antes calurosas y brillantes, se tornaron nubladas, grises como lo inanimado  y provocaban la ilusión de parar el tiempo pues resultaban larguísimas, casi eternas, además de frías a causa de un extraño viento surgido de algún punto del horizonte, viento que prensaba los huesos como si pudiera colarse por los poros de la piel; las noches breves, alegres y vivas se volvieron retratos de lo que debe ser el limbo, pues el barco flotaba a través de un cielo oscuro y sin estrellas con una pesadez que el navío parecía detenerse por momentos, como si el oleaje y el tiempo fueran pausados por capricho de antiguos y bromistas dioses.

Eran éstas las circunstancias a mediados de ese maldito octubre. Mi extrañeza por el cambio repentino del clima, y del ambiente en general, no afectó mi rutina: me despertaba temprano, tomaba frugales comidas y el resto del tiempo lo dividía entre leer, pintar y escribir; había encontrado que la nueva situación, por demás tétrica y lúgubre, me exaltaba la fantasía volviéndome un creador más prolífico.
Mi camarote se encontraba al final de unas empinadas escaleras que iniciaban en cubierta, por el lado de babor, y corrían paralelas a la quilla, de forma que el recinto se encontraba enclavado dentro del casco. Mi cuarto medía tres metros de largo por tres de ancho, y al entrar a sólo unos pasos se encontraba un pequeño ojo de buey que apenas rebasaba la línea de flotación; del lado izquierdo estaba mi cama y al fondo la mesa  y la silla, únicos muebles que me servían para leer o escribir; para pintar prefería el exterior pues la iluminación era más propicia y me encontraba enfrascado en plasmar momentos del paisaje marino.

Cierta noche me encontraba a punto de conciliar el sueño, recostado en el colchón mi mente daba vueltas por recuerdos y sonidos pasados, pero no lograba asir ninguno de ellos, no lograba materializar nada, sólo una sucesión interminable de imágenes fijas y de murmullos y de voces. De repente algo golpeó a mis pies. En realidad fueron cuatro o tres golpes quedos pero brillantes, tan rápidos que parecían haber sido sólo uno. Me incorporé y encendí la lámpara del escritorio que, lejos de provocar una iluminación excesiva, llegaba lánguidamente hasta la puerta del alojamiento donde se desvanecía sin ofrecer resistencia a la oscuridad. Me quede un momento observando la ventanilla y la puerta, orígenes del sonido y muy cercanas entre ellas, pero lejanas a mi pues se encontraban a mis pies. No pasó nada, y con un poco de tiempo obtuve el valor para acercarme con cuidado al orificio. Por un efecto óptico no lograba ver  nada, todo era oscuridad a través del ojo de buey. Abrí la puerta, quizás había equivocado la dirección del ruido, pero de nuevo sólo negrura. Me sentí muy sólo. Más sólo que ninguna vez en mi vida. Cerré la puerta y volví a sentarme en la cama.

Apagué la luz y me quedé meditando, pensando en mí, en mi vida. De pronto escuché el sonido brillante una vez más. Me encontraba más alerta y pude precisar con seguridad que el ruido provenía de la ventana. Me acerqué con miedo y gracias a la oscuridad exteriro pude distinguir una mancha rosácea que cubría casi todo el cristal. Mis ojos y mi cerebro buscaban con desesperación la forma necesaria  para otorgarle un nombre al objeto. Acerqué mi cara con lentitud buscando captar algún detalle y percibí, de repente y con toda seguridad, que lo que fuera esa mancha rosácea se encontraba viva. Sentí algo cercano al pánico. Me petrifiqué. Mis ojos y mi cerebro encontraron la respuesta, era una cara. Un rostro humano.

Era una persona, o parecía serlo. No distinguía sus rasgos, pero los juegos de sombras lograban darme una idea de dónde se encontraban sus ojos, su nariz, su boca. Pareció alejarse unos segundos del vidrio, como si buscara mirarme mejor, después con su mano tamborileó los dedos sobre el vidrio y se ocultó, como si se dejara caer. Ese había sido el sonido que dos veces me había perturbado. Con una velocidad increíble sopesé todas las posibilidades ¿hombre al agua? ¿un animal? Viejas historias de sirenas y marineros emergieron del olvido. ¿Qué hacer? Con precipitación y sin siquiera tomar un abrigo, subí a cubierta y me incliné sobre el barandal en el punto en que calculaba debía estar la ventana de mi cuarto.

Ni un movimiento, ni un sonido. El mar parecía espeso, viscoso, inmóvil, sin oleaje. El casco y la cubierta eran un cementerio. Seguí observando hacía abajo, alternando a mis lados, a cubierta, al hoyo de la escalera. Nada. Estaba seguro de no haberlo soñado, y de no estar loco. Mientras miraba fijamente el agua, me pareció percibir sombras extrañas sobre su superficie. Eran partes oscuras que se encontraban en posiciones ajenas a las que la luz de la luna proyectaría sobre las olas. Intenté buscar alguna forma humana entre ellas, pensando que quizás se trataba del hombre o mujer que había visto en la ventanilla de mi camarote, pero era inútil, parecían sombras aleatorias y caprichosas. Noté con interés que dichas sombras sólo se extendían unos cuantos metros más allá del casco, persiguiendo al navío en su lento vaivén, pues no había forma de dejarlas atrás. Un rápido vistazo por los alrededores me permitió ver que tenían completamente rodeado el bote. Me encontraba tan ensimismado en mis pesquisas que casi podría decirse que había olvidado el suceso del camarote, pero un nuevo evento me despertó de mi curiosidad: las sombras comenzaron a hacerse más intensas, y no tardé en notar que eran sólo la imagen de algo que buscaba salir a superficie de las entrañas de la negrura.

Todo sucedió tan rápido. Me encontraba doblado sobre el barandal cuando tuve la certeza de reconocer formas surgiendo del agua. Eran rostros, cientos de rostros humanos que me miraban, que se aproximaban a la superficie pero que a unos cuantos centímetros de ella se detuvieron, y se quedaron ahí, contemplándome. Después me aventé a ellos. ¿Por qué lo hice? No lo sé. En ese momento mi alma ya no tenía aplomo suficiente, se encontraba en un estado deplorable y los rostros… los rostros eran una invitación, una salvación.

Ahora estoy aquí abajo, en el frío y lo oscuro, mirando hacia arriba junto a ellos. Este es mi lugar, aquí pertenezco, por siempre.

bplg.

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