jueves, 28 de julio de 2011

Sobre la Máscara de la Muerte Roja.


Edgar Allan Poe.
Cuando era niño una vez me llevaron al dentista y mientras atendían a mi hermana me dediqué a hojear las revistas en la salita de espera. Tomé un ejemplar de la Muy Interesante que traía un artículo principal  sobre la peste negra o peste bubónica. Desde el principio, el nombre -peste negra- me causó una sensación de respeto y violencia, como de algo antiguo y espeluznante; rara vez he vuelto a encontrar una combinación tan bella de palabras que tengan un efecto tan marcado, prolongado y negativo en mí. El artículo -a seis cuartillas si no mal recuerdo- era un breve resumen sobre las características de la enfermedad y su reinado sobre una Europa aún oscura. Leer todos los síntomas de la peste -fiebre, sangre, bubones- fue espantoso; pero la verdadera huella la dejaron las imágenes: eran en su mayoría reproducciones de pinturas renacentistas sobre momentos de la peste en distintas partes del viejo continente. Recuerdo el cuadro principal, con el que iniciaba el artículo y que ocupaba las primeras páginas completas, representaba la plaza principal de un pueblo, rebosante de escaleras, escaleras cuyo fin y principio no recuerdo, y se veían cadáveres recostados en el piso, en los escalones, personas moribundas y solitarias, personas sanas con expresión resignada y sorprendida (¿será una versión de La Plaga en Ashdod que mi mente distorsionó?). Ese primer choque con la muerte, todos esos cadáveres salpicados de sangre, todo ese poder destructor de la peste, como emisario imparable de la muerte; causó una impresión tal que la enfermedad se volvió un tema recurrente en mis temores y pesadillas infantiles, al grado que todos mis monstruos personales siempre portaban los síntomas y las marcas de los enfermos. En ese entonces tenía quizás diez años.

Todo esto viene a propósito del cuento La Máscara de la Muerte Roja de Edgar Allan Poe. Unos cuantos años después, cuando leí el relato, todo su planteamiento hizo resurgir en mi aquélla vieja sensación de cuando descubrí la peste negra. Un reino devastado por una letal, horrorosa y rápida enfermedad. Un ingenuo príncipe, de un nombre aún más ingenuo y positivo, cuyo plan, además de extraño, peca de epicúreo. Poe limita los acontecimientos a un reino, pero en realidad bien puede ser toda la tierra la que se encuentre perdida. Porque, sin duda, la humanidad está perdida. Aunque al principio se nos diga que el país ha resistido mucho tiempo a la enfermedad, poco a poco se deja entrever que ésta ha ganado todo el terreno, y que lo único que viene a futuro es un azote total de la muerte. En éste lugar donde la muerte reina con apenas resistencia alguna, el príncipe Próspero –haciendo Poe uso de un humor negro y cruel, más que de una ironía o de una figura literaria- decide encerrarse con sus amigos en una abadía. Ahí pretende resistir la peste, mientras se dedica a disfrutar la vida pues también lleva consigo bufones, músicos, servidumbre y todo lo necesario para entretener el cuerpo y el alma.

Los síntomas de la enfermedad son descritos con brevedad al inicio, y son en general muy comunes, excepto por el sangrado a través de los poros, que marca como la característica principal de la peste y que se vuelve un motivo de referencia común en toda la historia. Desde el vitral de la habitación negra, que resulta ser de un rojo sangre, a la mortaja salpicada del personaje final, el cuento hace girar a la muerte en torno al escarlata, como si fueran a últimas una misma cosa.

La fortaleza es descrita –y para ello se utiliza todo un párrafo- sólo de manera interior, y sólo de los cuartos que participarán en la acción. Todas estas habitaciones resultan ser muy peculiares, sobre todo la última que es negra en su totalidad a excepción, como ya dije, de sus vitrales. La descripción es un tanto torpe y confusa, pero es necesaria pues sirve como la base para llevar a cabo la alegoría sobre la muerte como dominadora final de todo, incluso lo colorido. Cuenta además con un reloj tétrico en exceso, que con sonidos graves se encarga de realizar un conteo final a los asistentes al baile-mascarada. Y aunque es un conteo final, no es descendente, sino que va creciendo conforme avanza la noche y por ende, la oscuridad.
 
En fin, que todo sirve para el momento culminante en el que un personaje ataviado de muerto aparece en la fiesta, mata al príncipe y se revela como heraldo de la Muerte Roja, pues es la muerte personificada. Creo que Poe siempre rozó con la idea de un muerto viviente en muchos de sus cuentos –La caída de la Casa Usher, por ejemplo- y bien podría ser éste un ejemplo de ello. Los invitados logran apresar al personaje y al quitarle sus túnicas y su máscara no encuentran nada. Es entonces la peste la que iba disfrazada.

El párrafo final incluye otra ironía-broma de Poe, pues describe la venida de la Muerte Roja tal y como es descrita la venida del Cristo en la Biblia: como ladrón en la noche. Al final, las tinieblas, la corrupción y la Muerte Roja lo dominan todo.

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El cuento me fascinó, y aunque a mi parecer no es el mejor de Poe ni el más logrado, siempre he guardo un cariño muy especial a él, un cariño como el que se le tiene a los objetos que nos regalan seres queridos o a los objetos que nos acompañaron durante momentos claves en nuestra vida. El cuento significó la realización, al menos literaria, de mis pesadillas sobre la peste negra, y creo que por tanto me sirvió como una válvula para liberar un poco de la ansiedad que me inspiraba la enfermedad en ese tiempo. La Máscara de la Muerte Roja es una gran historia, es oscura, es tétrica y es corta. Tiene la simplicidad suficiente para continuar provocando escalofríos. Sirva este escrito como pequeño homenaje y agradecimiento a los dioses del terror por habernos dado a Poe y su Muerte Roja. Amén.

bplg.

1 comentario:

  1. Siempre he creído que leer lo que una persona escribe es entrar en un lugar de su mente; diferente, distante, hasta enfermo; pero un lugar de su mente al fin. Nunca había leído nada tuyo, no he leído todo porque no tengo tiempo; sin embargo me gusta sumergirme un rato en tus ideas. Muchas sensaciones despiertan tus palabras, pero la mayor de todas es melancolía ¿siempre escribes así? No lo sé, eventualmente lo descubriré, supongo. Me da gusto contarte entre mis más cercanos amigos y me da más gusto aún, poder leerte después de tantos años.

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